Por Sergio Suppo
Condenado y preso, Lula cedió el martes su candidatura
presidencial a Fernando Haddad. Enfermo y sin cura, Hugo Chávez nombró a
Nicolás Maduro como su sucesor a principios de 2013. Exiliado e inhabilitado, a
fines de 1972, Juan Perón designó a Héctor Cámpora al frente de la fórmula del
peronismo y sus aliados.
Forzados por circunstancias adversas, estos tres
líderes del populismo regional intentaron con escasa suerte definir su propia
sucesión, la pirueta más complicada en sus esquemas de poder.
Hay muchos ejemplos más en el tiempo sobre la enorme
dificultad que representa establecer la herencia en culturas políticas como la
sudamericana, que combinan sobredosis de caudillismos con constituciones
fuertemente presidencialistas. Aunque superadas las épocas de golpes militares,
en la región hoy sigue siendo tanto o más complejo dejar el poder que llegar a
él.
Cristina Kirchner sabe de qué se trata el problema. Con su
esposo imaginaron un sistema de sucesión permanente, intercambiándose el mando
cada cuatro años. El plan fue derrumbado por la muerte de Néstor Kirchner, en
octubre de 2010. Después de dos períodos en el poder y una derrota (en 2013)
que anuló su proyecto de eternización, Cristina debió poner en 2015 a Daniel
Scioli, un candidato que le resultaba casi ajeno, aunque hubiese ocupado la
vicepresidencia y la gobernación bonaerense. Es historia reciente y conocida.
Fuera del poder, pero al frente de una fracción que puede
llegar a un tercio de los votantes, la senadora tiene ahora la encrucijada de
resolver si puede administrar por sí misma lo que tiene o debe ceder la
representación de su sector a otros postulantes. Las denuncias que la
incriminan a ella y a sus principales dirigentes le ponen un límite preciso
que, aunque formalmente no le impidan ser candidata presidencial, una vez más,
tornan inviable su regreso al poder.
La alternativa de ser estratega del espacio para que otro
gobierne en su lugar tiene un antecedente fallido que la propia Cristina se
encargó de demostrar. Se llama Eduardo Duhalde.
Entregar la candidatura de Unidad Ciudadana (o como se llame
su espacio el año que viene) puede ser para Cristina, a un tiempo, una
necesidad y el signo de una declinación definitiva. Por ese camino corre el
riesgo de perder más peso político del que ya perdió. A su vez, insistir en la
candidatura la puede poner en una cápsula que la aísle todavía más de los votos
del peronismo moderado y aun de algunos sectores independientes. Y, al mismo
tiempo, darle el gusto a la táctica macrista de contarla como la rival
preferida a vencer, un recurso ideal para culparla del presente por los
desastres del pasado.
Las adversidades políticas no son exclusivas de la
expresidenta en los días de la devaluación forzada, la inflación duplicada y la
recesión que empobrece. ¿Y si Macri, a propósito de la crisis económica y
social, debe afrontar el mismo problema que Cristina?
© La Nación
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