Por Gustavo González |
Ecolatina lo sitúa en 2,5%. FIEL, en 3%. Fundación
Capital, en 2,6%. Estudio Bein apunta al 2,1%. Ferreres,
al 2,5%. Aldo Abram, al 3,5%.
El Relevamiento de Expectativas del Central
prevé una suba del 3,1%, según los informes de medio centenar de centros de
estudios, entidades financieras y consultores, nacionales e internacionales.
Desde el exterior, el español BBVA, el
brasileño Bradesco y el norteamericano Frontier
Strategy, hablan del 3%. El consenso de expectativas de Focus
Economics señala un 3,1%. Goldman Sachs e Inveqc
Consulting, apuestan al 3,7%. Kiel Institute y Oxford
Economics, lo suben a 3,9%. Cepal informa el 3%.
Y en el FMI, el foro al que miran los
gobiernos endeudados del mundo, proyectan un 2,5%. En síntesis, no
existe un economista serio del mundo que prevea que la Argentina no crecerá
este año.
Horóscopo. Esos fueron los informes presentados
cuando 2018 iba a comenzar y los resultados de 2017 ya habían sido
analizados suficientemente.
No es tan extraño este desfasaje entre pronósticos
y realidades.
Los economistas no son matemáticos o ingenieros a
los que se les puedan exigir cálculos exactos. La Economía no es una
ciencia dura, aunque al utilizar números lo pueda parecer.Y aunque muchos
profesionales aprovechen la confusión.
Este equívoco sucede entre el hombre común, pero
también entre políticos y empresarios que, en la desesperación por
anticipar el futuro, confían ciegamente en esas predicciones.
Intentar averiguar qué pasará es una necesidad
atávica del ser humano. La idea de que el futuro es por sobre todas las cosas
impredecible puede resultar aterradora. Por eso, desde el principio de los
tiempos existe la necesidad de creer que hay personas con el poder de predecir
lo que vendrá.
No es extraño recurrir a herramientas estadísticas
que, aunque inexactas, ayuden a mirar hacia adelante.
Lo extraño es confundir, año tras año, las
predicciones con la realidad. Gracias a cierta desmemoria colectiva que olvida,
una y otra vez, que la magia de las predicciones no existe.
Con el Horóscopo pasa algo similar. Para los
creyentes, ningún error de pronóstico justifica dejar de creer lo que los
astros tienen para anticipar en temas tan arduos como el amor, la salud y el
dinero.
Los que confunden a la Economía con una ciencia
exacta actúan igual. Siguen viendo a los economistas como brujos que
les dirán con precisión a cuánto irá el PBI, la inflación y el dólar
dentro de un año. Sin entender que ninguno de ellos tiene la menor
idea de lo que va a pasar al día siguiente.
La norma es el error. Los mismos
errores relacionados con el crecimiento previsto para la Argentina en 2018, se
extienden a las proyecciones sobre inflación y dólar. En promedio, preveían una
inflación en torno al 17% y un dólar que para diciembre estaría entre los 20 y
25 pesos.
Ya se sabe que los números ciertos los pasaron por
arriba. Aún así, durante este primer semestre los economistas fueron ajustando
sus pronósticos, aunque la realidad se siguió empeñando en no darles la razón.
Lo siguen intentando, pero si ya es difícil
anticipar el futuro, más lo es prever los cambios de ciclos de la economía,
pese a que es una rama laboral muy requerida. Todo el tiempo cometen errores,
pero cuando se dan esos giros bruscos, las fallas son más pronunciadas y
masivas.
Los fracasos no son nuevos ni exclusivamente
argentinos.
Los errores célebres de Marx (fin
del capitalismo), Malthus (superpoblación mundial y falta de
alimentos), Keynes (no vio el colapso del 30), Samuelson (admiró
la fortaleza de la URSS poco antes de su fin) o Bernanke (afirmó
que el problema de las hipotecas estaba contenido, un año antes de la
explosión), son los ejemplos clásicos para dimensionar lo que significa errar
cuando se pronostica sobre incertidumbres.
El año pasado, un estudio de la Reserva
Federal evaluó los pronósticos del organismo y de grandes consultoras privadas
entre 1996 y 2015. La conclusión es que la norma es el error y
que los pronósticos empeoraron desde la crisis financiera de 2008 que, además,
muy pocos anticiparon.
Si los economistas siguieran a Keynes y se
reconocieran como “gente humilde y competente, como los dentistas”, sus pronósticos
no serían un fracaso sino simples hipótesis de trabajo. En cambio, cuando se
proponen como hacedores del futuro, con ceros y decimales incluidos, capaces de
pronosticar hasta la próxima década, se vuelven tarotistas de las finanzas.
Lobistas. Paul Krugman acuñó el
término policy entrepreneur refiriéndose a aquellos especialistas en actuar
sobre las políticas públicas, mediáticos que venden sus servicios a los
tomadores de decisiones: “No poseen demasiadas inhibiciones, ofrecen
diagnósticos inequívocos y tienen respuestas fáciles”. No solo deben
convencer de que conocen el futuro, tienen el desafío de que ese futuro se
cumpla.
Hay un truco que explican quienes los tratan: ese
mañana no debe ser nunca tan sencillo. “Si es demasiado sencillo, ellos
pueden no hacer falta”.
Su perfil es el de supuestos expertos que recorren
los medios y a los que empresarios y políticos les compran sus servicios. Los
empresarios, porque consideran que peor que un pronóstico fallido es no tener
pronóstico. Los políticos, en busca de expertos que les brinden sustento
teórico.
Pero unos y otros también pagan por su poder de
lobby. Porque no se trata de economistas que, con suerte diversa,
anticipan índices de la economía que viene. Son lobistas que amañan sus
proyecciones a las necesidades del cliente, presionan a los gobiernos para
defender los intereses de quienes los contratan y operan sobre los medios.
Son economistas, periodistas especializados y
consultores que dan conferencias y escriben en los medios sin transparentar
que, antes, fueron contratados por empresarios y políticos, fondos de inversión
o bancos. Cuando opinan en la dirección que sus clientes necesitan, no
se sabe si se trata de una feliz coincidencia o si quienes le pagan lo hacen
para que ejerzan presión sobre la opinión pública y los gobiernos.
Si pedían un shock tarifario por amor al déficit
cero o porque eran la voz de firmas energéticas. Si proponían pisar el dólar
por temor a una crisis social o porque actuaban a sueldo de empresarios que
ganaban con el peso fuerte. Si reclamaban devaluar para mejorar la
competitividad o porque representaban a determinados industriales o
exportadores.
Si cuando pronostican el colapso del Gobierno lo
creen o es porque cobran de algún opositor. Lo mismo que cuando coincidían en
que éste era el mejor equipo de los últimos 50 años: ¿hablaban por ellos o por
la boca de alguna caja pública?
Cuando el dinero paga el análisis todo genera
dudas. La economía es quizás la ciencia más importante. Su materia es la
estructura sobre la que luego se construyen superestructuras como la religión,
las leyes y hasta la moral.
Entre tantos arrepentimientos de las últimas
semanas, podría ser útil sumar el de los economistas. Por lo menos de aquellos
que no utilizan a su profesión como reducto de operaciones políticas.
©
Perfil.com
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