Por James Neilson |
El orden geopolítico al que nos hemos acostumbrado está
cayendo en pedazos. Aun cuando se hayan equivocado aquellos que nos aseguran
que China está por desplazar a Estados Unidos como la superpotencia reinante,
no cabe duda de que en adelante el país más poblado de la Tierra desempeñará un
papel protagónico en los asuntos internacionales, mientras que Europa, cuyo
ocaso parece irreversible, tendrá que conformarse con un rol cada vez más
marginal. Estamos asistiendo, pues, a un cambio geopolítico que planteará
muchos desafíos a un país de dimensiones medianas como la Argentina que es
dueño de una cantidad enorme de recursos naturales envidiables pero que hace
tiempo olvidó cómo aprovecharlos.
Al iniciar su gestión hace poco más de mil días, Mauricio
Macri apostó al optimismo por entender que la ciudadanía no estaba en
condiciones de soportar una sobredosis de realidad y también por suponer que le
sería dado convencer a los mercados de que, a pesar de tener tantas cuentas en
rojo, la Argentina estaría por disfrutar de un período prolongado de expansión
rápida. Por un rato, parecía que el esquema gradualista y, hay que decirlo,
voluntarista que adoptó funcionaba; aunque las inversiones previstas tardaron
en llegar, la economía crecía y en octubre del año pasado el electorado lo
recompensó por sus esfuerzos. Pero entonces, de golpe, todo pareció venirse
abajo.
Como se hizo dolorosamente evidente en abril, de todos los
países calificados de emergentes -con la excepción parcial de Turquía que,
además de depender de créditos externos, sufre una gravísima crisis de
identidad-, la Argentina es el más vulnerable a los choques externos. Para
alarma de muchos y regocijo de algunos, un leve tremor en los mercados de
capitales del mundo puso en riesgo no sólo la economía sino también la
mismísima gobernabilidad.
Así las cosas, es legítimo preguntarnos qué ocurriría en el
país si los mercados financieros internacionales experimentaran un seísmo
equiparable a aquel que sembró el pánico exactamente diez años atrás al
desplomarse el gigantesco banco de inversiones norteamericano Lehman Brothers.
Aquel desastre fue seguido por una recesión prolongada en los países
occidentales que provocó estragos irremediables en el sur de Europa donde
decenas de millones de jóvenes se vieron condenados al desempleo crónico. Aquí,
el producto bruto se achicó el siete por ciento en un par de meses, se perdió
medio millón de empleos y el riesgo país se fue por las nubes. Para amortiguar
el impacto, el gobierno de Cristina aumentó mucho el gasto público.
¿Podría suceder algo parecido a la implosión de Lehman
Brothers en el futuro próximo? Claro que sí. Sería realmente asombroso que de
ahora en adelante la economía mundial dejara de padecer convulsiones
espasmódicas, ya que no faltan nubarrones amenazadores en el horizonte. Los más
ominosos provienen de las guerras comerciales que ha declarado Donald Trump;
para alarma de los líderes de otros países, no ha vacilado en adoptar una
política económica brutalmente proteccionista so pretexto de que, antes de su
llegada al poder, Estados Unidos se permitía despojar por una multitud de
rivales inescrupulosos. Aunque los europeos, turcos, rusos, canadienses y
mexicanos, entre otros, se verán perjudicados por lo que está haciendo Trump,
el blanco principal de su ira es China. Las medidas en tal sentido que ya ha
tomado y las señales de que ha decidido tomar otras aún más duras en las
semanas venideras ya han afectado negativamente la actividad económica
internacional.
Los chinos están procurando reaccionar frente a las
embestidas de Trump, pero no les será del todo fácil encontrar nuevos
consumidores para sus productos. Estados Unidos no es el único país que es
reacio a dejarlos continuar exportando grandes cantidades de bienes
manufacturados, de tal modo poniendo en riesgo la supervivencia de sectores
industriales enteros. Si, como quiere Trump, los chinos pierden terreno en el
opulento mercado norteamericano, se esforzarán por entrar en otros, lo que
obligaría a más gobiernos a erigir nuevas barreras comerciales. Aunque los
economistas serios coinciden en que en última instancia el proteccionismo es
malo para todos, escasean los dispuestos a sacrificarse en aras de un principio
abstracto. Por desgracia, el regreso del proteccionismo ha coincidido con la
puesta en marcha de lo que el gobierno macrista espera será una gran ofensiva
exportadora que lo ayude a conseguir el dinero que tanto necesita.
Además de los costos -que podrían ser colosales- para China
del conflicto comercial con Estados Unidos que ha ya empezado, el régimen
tendrá que intentar impedir que siga creciendo una gran burbuja crediticia que,
según los especialistas, se ha incubado dentro del nada transparente sector
financiero de su país. Los alarmados por el fenómeno advierten que si no logra
hacerlo, tarde o temprano estallará con consecuencias muy desagradables no sólo
para los chinos mismos sino también para el resto del planeta.
Con todo, aunque China, cuya expansión vertiginosa se ha
visto acompañada por excesos comparables como aquellos que hicieron temblar a
Estados Unidos cuando pasaba por una etapa similar, podría ser el foco de la
próxima gran crisis económica mundial, los hay que creen que lo que tantos
temen ya está gestándose en Europa.
Nadie ignora que, de recaer nuevamente en recesión Italia,
sería más que probable que el gobierno dominado por el nacionalista Matteo
Salvini se alzara en rebelión contra los eurócratas de Bruselas que, al
subordinar absolutamente todo a la fortaleza de la moneda común, depauperaron a
Grecia. Si pudieran, estarían dispuestos a tratar de la misma manera a Italia,
pero saben que sería suicida cualquier intento de obligar a Salvini y compañía
a emprender un programa de austeridad como el que los griegos tuvieron que
aceptar. Encabezan la lista de perjudicados por una eventual decisión italiana
de romper con el euro los ya atribulados bancos alemanes y franceses que no
estarían en condiciones de cubrir las pérdidas resultantes.
Otro país en apuros es, cuándo no, Brasil. La crisis en que
se encuentra nuestro vecino amenaza con hacerse permanente. Nadie cree que de
la mezcla tóxica de una economía letárgica, una población que se siente
cruelmente defraudada por la elite política y empresarial, un panorama
preelectoral sumamente confuso y la campaña “lava jato” contra la corrupción
ubicua pueda surgir un gobierno representativo que sea capaz de administrar
adecuadamente el país que, hasta hace relativamente poco, se suponía en vías de
erigirse en una potencia mundial. Ni los izquierdistas que, de ser otras las
circunstancias, votarían por el encarcelado Luiz Inácio “Lula” da Silva en las
elecciones programadas para octubre ni los simpatizantes del derechista Jair
Bolsonaro, que está recuperándose en hospital de las heridas que recibió al ser
apuñalado cuando se daba un baño de multitudes, podrían formar un gobierno
viable, pero serían plenamente capaces de hacerle la vida imposible a cualquier
centrista moderado que lograra instalarse en el Palácio da Alvorada en
Brasilia.
Desde el punto de vista de los norteamericanos, europeos y
chinos, es escasa la importancia geopolítica del drama brasileño, pero la
Argentina no puede mirar lo que está sucediendo con ecuanimidad, ya que los
altibajos experimentados por el país que continuará siendo su socio principal
seguirán incidiendo en su propia evolución.
Aunque debería ser patente que mucho de lo que ocurre en el
exterior tiene repercusiones locales, la mayoría prefiere minimizar su
significado. Es natural; el ombliguismo dista de ser una propensión
exclusivamente argentina. Puede que en algunos países muy pequeños virtualmente
todos comprendan que sería inútil atribuir al gobierno de turno los reveses que
proceden de otras latitudes, pero en los demás es normal dar por descontado que
el destino colectivo depende casi por completo del accionar de sus propios
dirigentes, una ilusión que estos suelen compartir en los buenos tiempos, si
son oficialistas, o, si militan en la oposición, en los malos.
Sea como fuere, no cabe duda de que al país le convendría
que el grueso de la clase política y quienes conforman “el círculo rojo”
tomaran más en cuenta los riesgos que el mundo entero podría afrentar en los
años próximos. Macri quiere que la crisis que surgió en abril y que aún no se
ha desinflado resulte ser la última, pero para que lo sea el mundo tendría que
desistir de depararnos más sorpresas ingratas. Tal vez sea natural esperar que
tengan razón los optimistas y que merced a las bondades del sistema
internacional todo se arregle sin que al gobierno actual y sus sucesores les
sea necesario hacer nada drástico, pero convendría que la clase política en su
conjunto se preparara para enfrentar situaciones mucho peores que la ocasionada
por la decisión de la Fed norteamericana de subir una tasa de interés clave.
© Revista Noticias
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