Por Sergio Suppo
"Sin plata no se hace política", dicen desde hace
décadas hasta en el local partidario más recóndito de la Argentina. "Sin
pagar coimas es imposible trabajar", repiten con los micrófonos apagados
los contratistas del Estado. "Roba, pero hace", celebraron los
votantes de los ganadores de turno, allá por los años noventa.
En esas tres frases puede resumirse la explicación del
crecimiento de un sistema disfrutado en el poder y aceptado por quienes validan
con sus opciones electorales a los gobernantes de todos los niveles. La
corrupción nunca vino sola. Un aceitado sistema de sobres y bolsos también
alimentó a los tribunales para garantizar impunidad.
Todo fue tan usual que la naturalización del fenómeno lo
convirtió en poco menos que inamovible y rompió la posibilidad de ver lo obvio.
Las coimas son, en gran parte, la infraestructura y los servicios públicos que
faltan y se pagan inflando el verdadero costo en porcentajes que también fueron
creciendo.
¿Hace falta decirlo? Es dinero que sale del bolsillo de los
ciudadanos. El Estado se lo entrega a una empresa, que en un alto porcentaje
regresa en un bolso o una transferencia a un paraíso fiscal al funcionario que
articuló el contrato. El kirchnerismo perfeccionó este esquema con una fuerte
centralización de la recaudación. Con la excusa de "hacer política" y
de "poder trabajar", formaron una sociedad dinámica y con mutuos
beneficios. En paralelo, unos y otros pronunciaban discursos con supuestas
críticas cruzadas contra la "oligarquía empresaria" y en favor de
"la seguridad jurídica". Un éxito rotundo en la decadencia del país.
Paradoja: Horacio Verbitsky, uno de los sostenes
intelectuales del kirchnerismo, escribió durante el menemismo un libro cuyo
título anticipa el esquema que engrandeció a la familia presidencial. Robo para la corona no tiene, sin
embargo, una segunda parte sobre la década ganada.
¿Los argentinos tomaron conciencia y están en condiciones de
convertir en inaceptable lo que toleraron? Con las pruebas ante los ojos, sin
embargo el cambio no está garantizado. Y mucho menos ahora, cuando predomina a
escala global un desprecio por lo tangible.
Un nuevo estado de conciencia colectivo requiere de un
compromiso similar al que los argentinos asumieron cuando por fin se
restableció la democracia, en 1983. La idea del Nunca Más superó al informe que
con ese nombre llevó la Conadep sobre las violaciones a los derechos humanos en
la dictadura. Nunca más hubo un quiebre al sistema democrático porque un
consenso implícito hizo imposible salir de un sistema básico de libertades.
Todo, a pesar de una y mil crisis económicas y hasta institucionales, y de los
intentos interesados en malversar el pasado en beneficio propio.
Tal vez un cierto pesimismo sobre el destierro de la
corrupción sea un primer paso para hacer posible el cambio. Es un pesimismo
alimentado por las primeras reacciones de los actores del presente. Votantes
que generalizan la desgracia para evitar asumir que sus dirigentes robaron;
dirigentes que con cierta sorna celebran la desgracia ajena, y empresarios que
alertan por el "mal clima para los negocios" que generan las
investigaciones.
Tampoco es todavía posible saber si los jueces y fiscales
actúan porque ya no tienen presiones o si lo hacen para contentar al poder de
turno. Pero una cierta esperanza sobrevive entre esas dudas. No es poco.
© La Nación
0 comments :
Publicar un comentario