jueves, 6 de septiembre de 2018

Cuando el alcohol solo es literatura

Por Manuel Vicent
¿Se puede ser un intelectual en Francia sin entender de quesos y de vinos? En cualquier película francesa se produce siempre la inevitable secuencia de una discusión de sobremesa en la que los actores se enredan en cualquier tema profundamente insustancial ante una botella de vino con una copa en la mano. Entre El discurso del método de Descartes y la aristocracia vinatera de Borgoña, Burdeos y Reims, todo es literatura en Francia: el amor, la filosofía, el vino, la cocina, el sexo, la política.

En los viajes a París de los buenos tiempos también era literatura, solo literatura, estrechar la mano de Roger Cazes, el dueño soberano de la Brasserie Lipp, después de pasar el estricto control que ejercía personalmente en la puerta para impedir la entrada a los turistas, sobre todo a los norteamericanos.

El señor Cazes seleccionaba a los clientes de forma que su diseño no desentonara con el aire del local donde tomaban asiento periodistas famosos, políticos de derechas e izquierdas y los intelectuales consagrados, entre otros el presidente Mitterrand y el filósofo Cioran quienes compartían la misma amante y la misma mesa en Lipp. En el momento de examinar la carta de vinos, aunque fueran de ideologías distintas, todos confluían en el mismo ceño severo de entender de cosechas, reservas y añadas.

En aquellos viajes a París de los buenos tiempos había que cumplir el rito de comerte uno de los tres huevos duros expuestos en un cuenco en las mesas del café de Flore como hacía Sartre o tomarte un pipermín en la terraza de Les Deux Magots como le gustaba a Tristan Tzara o sorber voluptuosamente unas ostras en la Closerie de Lilas con un vino de Alsacia después de haber leído los nombres de clientes ilustres, Lenin, Apollinaire, Gide, Beckett, grabados en el mármol de los veladores. Era solo literatura citarse después en la Coupole, en la Rotonde o en el Dôme de Montparnasse con un conocido político español comunista en el exilio jugando a conspirar ante un beaujolais nouveau, recién arribado el mismo día a todos los bares de Francia.

La increíble capacidad de los franceses para convertirlo todo en literatura ha llegado hasta el extremo de elevar el champán, un vino espumoso con bolitas, a símbolo del placer, de la libertad y la alegría, creado para que la mujer pudiera beberlo en público sin que la tomaran por una furcia, como sucedía con la mujer sentada en un bar ante una copa de vino tinto. El champán llegó para liberarla y hacer que se sintiera bella e irresistible brindando.

Por el valle del Marne hacia Reims fui un día hasta las cavas de la Veuve Clicquot Ponsardin donde había entonces 24 millones de botellas dormidas a lo largo de 16 kilómetros de galerías de una antigua mina de tiza de los romanos. Dom Perignon, Möet & Chandon, Pommery, Bollinger, Krug, Louis Roederer son nombres de la mitología que en la campiña de Reims se cultivan con delicadeza y durante los dos últimos meses de crianza los servidores acarician cada botella hasta 40 veces sutilmente para remover los posos.

La literatura del alcohol te obliga a ingerirlo en la dosis precisa en el lugar adecuado. Los versos de Rimbaud, de Verlaine y de Baudelaire flotan en el anís perdulario y en la absenta canalla que podían ser bebidos una noche en el antiguo mercado de Les Halles, jugando a ser un señorito calavera. El calvados elaborado con manzanas benedictinas requiere como escenario la galería del Grand Hotel de Cabourg, el balbec de Marcel Proust, en la Normandía. En Nueva York, después de cruzar a pie el puente de Brooklyn por su pasarela de madera, no estaba mal recalar en el River Cafe para tomar un dry martini y contemplar la línea del cielo de Manhattan cuando las Torres Gemelas aun se reflejaban en la aceituna. El Ulises de Joyce te lleva directamente hacia una pinta de Guinness en el Davy Byrnes, de Dublín. Por supuesto, el daiquiri habría que tomarlo en el Floridita de La Habana, preparado por el barman Constante, a ser posible, sin pensar que también lo tomaba en ese lugar el ubicuo e inevitable Hemingway. Para un Jack Daniel’s vendría bien el inmarcesible blues de medianoche que sonaba en el desaparecido y diminuto Sardine Club de Chicago ante cuyas únicas cinco mesas un día cantó Sinatra. Para el vodka hay que ir al bar del hotel Europa de San Petersburgo y el gin tonic se merece los salones del hotel Cathay de Shanghái donde transcurre La condición humana de Malraux. El arte es una cosa mental, dijo Da Vinci. Sucede lo mismo con el alcohol cuando solo es literario.

© El País (España)

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