Por Manuel Vicent |
En los viajes a París de los buenos tiempos
también era literatura, solo literatura, estrechar la mano de Roger Cazes, el
dueño soberano de la Brasserie Lipp, después de pasar el estricto control que
ejercía personalmente en la puerta para impedir la entrada a los turistas,
sobre todo a los norteamericanos.
El señor Cazes seleccionaba a los clientes de forma que su diseño no
desentonara con el aire del local donde tomaban asiento periodistas famosos,
políticos de derechas e izquierdas y los intelectuales consagrados, entre otros
el presidente Mitterrand y el filósofo Cioran quienes compartían la misma
amante y la misma mesa en Lipp. En el momento de examinar la carta de vinos,
aunque fueran de ideologías distintas, todos confluían en el mismo ceño severo
de entender de cosechas, reservas y añadas.
En aquellos viajes
a París de los buenos tiempos había que cumplir el rito de comerte uno de los
tres huevos duros expuestos en un cuenco en las mesas del café de Flore como
hacía Sartre o tomarte un pipermín en la terraza de Les Deux Magots como le
gustaba a Tristan Tzara o sorber voluptuosamente unas ostras en la Closerie de
Lilas con un vino de Alsacia después de haber leído los nombres de clientes
ilustres, Lenin, Apollinaire, Gide, Beckett, grabados en el mármol de los
veladores. Era solo literatura citarse después en la Coupole, en la Rotonde o
en el Dôme de Montparnasse con un conocido político español comunista en el
exilio jugando a conspirar ante un beaujolais nouveau, recién
arribado el mismo día a todos los bares de Francia.
La increíble
capacidad de los franceses para convertirlo todo en literatura ha llegado hasta
el extremo de elevar el champán, un vino espumoso con bolitas, a símbolo del
placer, de la libertad y la alegría, creado para que la mujer pudiera beberlo
en público sin que la tomaran por una furcia, como sucedía con la mujer sentada
en un bar ante una copa de vino tinto. El champán llegó para liberarla y hacer
que se sintiera bella e irresistible brindando.
Por el valle del Marne hacia Reims fui un día hasta las cavas de la
Veuve Clicquot Ponsardin donde había entonces 24 millones de botellas dormidas
a lo largo de 16 kilómetros de galerías de una antigua mina de tiza de los
romanos. Dom Perignon, Möet & Chandon, Pommery, Bollinger, Krug, Louis
Roederer son nombres de la mitología que en la campiña de Reims se cultivan con
delicadeza y durante los dos últimos meses de crianza los servidores acarician
cada botella hasta 40 veces sutilmente para remover los posos.
La literatura del
alcohol te obliga a ingerirlo en la dosis precisa en el lugar adecuado. Los
versos de Rimbaud, de Verlaine y de Baudelaire flotan en
el anís perdulario y en la absenta canalla que podían ser bebidos una noche en
el antiguo mercado de Les Halles, jugando a ser un señorito calavera. El
calvados elaborado con manzanas benedictinas requiere como escenario la galería
del Grand Hotel de Cabourg, el balbec de Marcel Proust, en la Normandía. En
Nueva York, después de cruzar a pie el puente de Brooklyn por su pasarela de
madera, no estaba mal recalar en el River Cafe para tomar un dry martini y contemplar la línea del cielo de
Manhattan cuando las Torres Gemelas aun se reflejaban en la aceituna. El Ulises de
Joyce te lleva directamente hacia una pinta de Guinness en el
Davy Byrnes, de Dublín. Por supuesto, el daiquiri habría que tomarlo en el
Floridita de La Habana, preparado por el barman Constante, a ser posible, sin
pensar que también lo tomaba en ese lugar el ubicuo e inevitable Hemingway.
Para un Jack Daniel’s vendría bien el inmarcesible blues de medianoche que
sonaba en el desaparecido y diminuto Sardine Club de Chicago ante cuyas únicas
cinco mesas un día cantó Sinatra. Para el vodka hay que ir al bar del hotel
Europa de San Petersburgo y el gin tonic se
merece los salones del hotel Cathay de Shanghái donde transcurre La condición humana de Malraux. El arte es una
cosa mental, dijo Da Vinci. Sucede lo mismo con el alcohol cuando solo es
literario.
© El País (España)
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