Por James Neilson |
Si fuera posible tomar en serio lo de “arrepentimiento”,
sería conmovedor el espectáculo que están protagonizando los funcionarios que
en su momento ocupaban puestos clave en uno de los gobiernos kirchneristas,
empresarios sumamente respetables e incluso choferes que están desfilando
frente a jueces severos y periodistas, para explicar en detalle cómo sus jefes
se las arreglaron para apropiarse de cantidades asombrosas de dinero, pero sólo
se trata de un eufemismo. Lo que estamos viendo son los primeros resultados de
la aplicación aquí de una modalidad polémica importada de Estados Unidos, la de
la justicia penal negociada, en que se premia a delatores que han sido
cómplices del acusado y que por tal motivo distan de ser sujetos confiables.
Por cierto, no es que todos los integrantes de la clase
política nacional y sus amigos del sector privado estén resueltos a confesar
sus pecados con el propósito de procurar en adelante ser dechados de virtud
cívica. Hay rebeldes que no cumplirán dicho rol en público para edificación de
la buena gente. La más notable es Cristina.
Como una Édith Piaf rediviva, la ex presidenta y líder
actual de un movimiento mesiánico de ideología casera que todavía cuenta con el
respaldo de varios millones de personas, aseguró a los demás senadores que “no
me arrepiento de nada de lo que hice”, palabras que hacen recordar la letra de
la canción más célebre de la gran diva francesa aunque, a diferencia del
Gorrión de París, no cree que todo esté perdido. A la señora sigue importándole
el pasado con tal que sea el del relato imaginativo que confeccionó con la
ayuda de sus adeptos. ¿Es que se cree inocente de todos los cargos? Puede que
sí, que en su opinión el que los estén formulando personajes que no la quieren
es más que suficiente como para absolverla y que, pensándolo bien, sólo fue
cuestión de la apropiación de algunas baratijas y plata “para la política”. Sea
como fuere, su caso particular plantea un desafío que, en los años próximos,
mantendrá bien ocupados a centenares, quizás miles, de psicólogos,
historiadores y novelistas.
A sus seguidores no les gustaría reconocerlo, pero Cristina
tiene mucho en común con otro dirigente popular, el norteamericano Donald
Trump. Para la indignación estupefacta de sus muchos enemigos, “el hombre más
poderoso del mundo” suele calificar de falsa toda la información que no le
complace o que podría ocasionarle problemas legales. Aunque muchos
simpatizantes de Trump entienden que algunas acusaciones pueden justificarse,
desconfían tanto de los medios periodísticos tradicionales, las elites
costeras, los servicios de inteligencia y la versión local del “círculo rojo”
que está dominada por personas cercanas al Partido Demócrata – lo llaman “el
pantano”, que se niegan a darle la espalda.
Algo parecido ocurre con ciertos kirchneristas. Saben muy
bien que Néstor, Cristina y sus adláteres llenaron sus propiedades de botín –lo
encontrado por quienes hace poco allanaron algunas casas y departamentos fue
aleccionador–, pero sienten que sus enemigos, en especial Mauricio Macri, son
tan malévolos que hablan y actúan como si sólo fuera cuestión de una campaña
propagandística fenomenalmente eficaz.
Para tales fieles, los agentes del imperio yanqui neoliberal
están librando una guerra sin cuartel contra los pueblos latinoamericanos. Ya
han conseguido meter entre rejas a Lula e instigar a más de dos millones de
venezolanos a huir de la República Bolivariana regida por el hijo de Chávez,
Nicolás Maduro. Quieren que Cristina sea la próxima víctima de su saña
reaccionaria.
En tiempos como los que corren en que todo, hasta el sexo,
se politiza, la verdad es lo de menos, lo que es comprensible puesto que una
buena mentira puede ser mucho más atractiva. La historia de nuestra especie
está repleta de ejemplos de hombre y mujeres inteligentes, cultos y muy bien
informados, que se aferraron con tenacidad a alternativas horrorosas porque se
resistían a resignarse a la realidad a su juicio indigna que el destino les
había proporcionado. No extraña, pues, que en los barrios mugrientos del
conurbano en que la recesión está causando cada vez más miseria haya una
multitud de personas que aún creen en el alegre evangelio kirchnerista.
Advertirles que el regreso al poder de la señora y sus acompañantes acarrearía
el peligro de que la Argentina sufriera una catástrofe humanitaria parecida a
la venezolana no sirve para mucho. Para ellos, la prioridad ha de ser oponerse
al Macri y les encanta hacerlo en nombre de lo que más temen los partidarios de
Cambiemos; que el país recaiga en el populismo vengativo y autodestructivo que
se ve representado hoy en día por Cristina.
Algunos estrategas oficialistas supondrán que el eventual
triunfo del kirchnerismo en una interna pan-peronista facilitaría la reelección
de Macri por ser tan mala la oferta opositora, de suerte que al Presidente le
convendría que siguiera vigente la doctrina de Miguel Ángel Pichetto según la
cual la ex presidenta debería quedar en libertad para candidatearse hasta que
la Justicia la haya condenado. Si no fuera por el estado nada feliz de la
economía, tal planteo tendría sus méritos, pero cuidado con lo que deseas: no
es descartable que, andando el tiempo, un segmento de la población se sienta
tan angustiado por el deterioro constante de su calidad de vida y lo sombrías
que son las perspectivas frente al país que votaría por virtualmente cualquier
candidato que se comprometiera a mejorarla.
Por lo demás, no cabe duda de que el Senado y el resto de la
clase política nacional han sido desprestigiados por la sensación de que,
gracias a la solidaridad de los “padres de la Patria”, Cristina sigue siendo
intocable a pesar de toda la evidencia en su contra, y que no sólo aquí sino
también en el exterior hay dudas en cuanto a la voluntad de las elites locales
de combatir la corrupción con el vigor necesario. Al fin y al cabo, nadie cree
en la sinceridad de todos aquellos “arrepentidos”; no los motiva la voluntad de
contribuir a un hipotético renacimiento moral del país sino la de congraciarse
con jueces que podrían encarcelarlos.
La Justicia tiene su propia lógica. Si funcionara bien,
sería inconcebible que los claramente culpables de cometer delitos gravísimos
no pagaran el precio previsto por el código penal, pero sucede que en la
Argentina los fiscales y jueces en su conjunto siempre han sabido respetar los
tiempos de la política. Intensifican sus esfuerzos cuando las circunstancias lo
aconsejan, sólo para ir mucho más despacio si hay señales de que los vientos
podrían estar por cambiar de dirección. De difundirse la impresión de que el
peronismo, con algunas patas kirchneristas o sin ellas, podría volver al poder,
sería más que probable que se frenara la ofensiva que está en marcha, lo que no
ayudaría en absoluto al país a conseguir las inversiones que tan
desesperadamente necesita.
El proyecto de Macri se basa en la idea de que le será
posible persuadir a quienes mandan en el mundo desarrollado a subsidiarlo por
algunos años, ya que sería de su interés que la Argentina recuperara el papel
internacional que había desempeñado hasta las décadas iniciales del siglo
pasado. Mal que les pese a quienes preferirían no verse constreñidos a rendir
cuentas ante la Justicia por lo que hicieron en el pasado no tan lejano, para
merecer la confianza ajena, el país tendría que adquirir la reputación de estar
relativamente libre de corrupción.
No es que todos los empresarios y financistas
norteamericanos, europeos y japoneses se destaquen por su honestidad personal,
es que hasta los más inescrupulosos entienden que en sus propios países las
autoridades no vacilarían en castigarlos si caen en la tentación de adoptar costumbres
que son típicas de sociedades en que las reglas son distintas de las
presuntamente vigentes en el mundo desarrollado.
La corrupción rampante es mala no sólo por las razones
éticas reivindicadas por moralistas sino también porque, mientras persista,
continuará privando al país de muchísimo dinero, perjudicando principalmente a
quienes menos tienen pero que, así y todo, son los más propensos a apoyar el
orden tradicional. Aunque es imposible estimar con precisión cuánto le cuesta a
la Argentina ser considerada tan corrupta como Benín, Kosovo y Swazilandia, los
países que la escoltan en la lista más reciente de Transparencia Internacional,
pero será cuestión de la diferencia entre una salida relativamente fácil de la
crisis en que está atrapada y largos años de austeridad exasperante.
© Revista Noticias
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