lunes, 10 de septiembre de 2018

Con baterías cargadas no hay terror

Por Guillermo Piro
Hubo un tiempo no muy lejano en que solo bastaba que el guión mandara a los personajes a un suburbio, una casa de campo, un refugio en la montaña, lo que fuera, siempre y cuando el primer centro habitado quedara lo suficientemente lejos, para que se preparase el terreno para una escena de horror. Eso pasa en Psicosis, ambientada en un motel desolado, y en El resplandor, en un gran hotel de montaña.

El truco es obvio, pero esa obviedad no lo hace menos efectivo: el protagonista debe estar aislado, no debe poder pedir ayuda a nadie. El aislamiento se vuelve entonces una necesidad del género.

El asunto es que hoy, en una época de hiperconexión y “teléfonos inteligentes” (qué eufemismo extraordinario: no hay nada más idiota que un teléfono) es difícil estar aislado de verdad. Siempre se encuentra el modo de comunicar con precisión la propia posición, o hacer saber a los demás que se está viviendo o a punto de vivir una situación de peligro. Sobran ejemplos: situaciones terroríficas se vuelven menos terroríficas gracias a esa falta de aislamiento. Algo así explica Tasha Robinson en su artículo Modern horror films are finding their scares in dead phone batteries, publicado en The Verge, donde, como su título indica, asegura que las películas de terror modernas encuentran el miedo en las baterías descargadas de los teléfonos, único modo de quedar verdaderamente aislados.

Se trata de una forma de aislamiento material (deja fuera toda posibilidad de llamar a un número de emergencia) que también es simbólica: de pronto se sale del flujo de las conversaciones cotidianas con los amigos, de la lectura de noticias y de estar al tanto de lo que hacen las personas que conocemos. En otras palabras, se pierde contacto con el mundo exterior. Esto vuelve necesario, para el “malo” de turno de la historia, ocuparse antes que nada de la batería del teléfono de su víctima. Escribe Robinson: “Los espectadores de una película de terror tendrán dificultades en creer en un monstruo del aspecto de Godzilla que persigue a un grupo de amigos por las calles de Nueva York, pero estarán persuadidos de la veracidad de la imagen de un muchacho que abandona una fiesta con la batería del teléfono casi descargada y que debe hacer una llamada importante antes de que caiga la noche”.

El plano simbólico, continúa Robinson, es aún más revelador, porque la desconexión a menudo se percibe como algo positivo. No sé si Robinson lo sabe, pero en Buenos Aires pululan los bares que desprejuiciadamente exhiben carteles que, palabras más, palabras menos, dicen: “No tenemos conexión wi-fi, hablen entre ustedes”, como si eso garantizara la humanidad de las relaciones y los intercambios. Un bar sin wi-fi, digan lo que digan los carteles, es una pulpería perdida en el medio del monte, lejos de todo sitio habitado, lugar propicio para las escenas de terror más inquietantes y autóctonas.

Muchos se lamentan de la excesiva conectividad o de las noticias inútiles que nos invaden desde las redes sociales, e invocan como remedio la posibilidad de desenchufarse, de tomarse unas vacaciones. Es en esta fantasía, más o menos inconsciente, más o menos auténtica, que actúan las películas de terror modernas, preparando y al mismo tiempo suministrando una versión catastrófica, negativa, de un deseo, de una posibilidad que generalmente se considera benéfica y liberadora. El terror, parecen decirnos, se exorciza con las baterías cargadas.

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