Por Guillermo Piro |
El truco es obvio, pero esa obviedad
no lo hace menos efectivo: el protagonista debe estar aislado, no debe poder
pedir ayuda a nadie. El aislamiento se vuelve entonces una necesidad del
género.
El asunto es que hoy, en una época de hiperconexión y
“teléfonos inteligentes” (qué eufemismo extraordinario: no hay nada más idiota
que un teléfono) es difícil estar aislado de verdad. Siempre se encuentra el
modo de comunicar con precisión la propia posición, o hacer saber a los demás
que se está viviendo o a punto de vivir una situación de peligro. Sobran
ejemplos: situaciones terroríficas se vuelven menos terroríficas gracias a esa
falta de aislamiento. Algo así explica Tasha Robinson en su artículo Modern
horror films are finding their scares in dead phone batteries, publicado en The
Verge, donde, como su título indica, asegura que las películas de terror
modernas encuentran el miedo en las baterías descargadas de los teléfonos,
único modo de quedar verdaderamente aislados.
Se trata de una forma de aislamiento material (deja fuera
toda posibilidad de llamar a un número de emergencia) que también es simbólica:
de pronto se sale del flujo de las conversaciones cotidianas con los amigos, de
la lectura de noticias y de estar al tanto de lo que hacen las personas que
conocemos. En otras palabras, se pierde contacto con el mundo exterior. Esto
vuelve necesario, para el “malo” de turno de la historia, ocuparse antes que
nada de la batería del teléfono de su víctima. Escribe Robinson: “Los
espectadores de una película de terror tendrán dificultades en creer en un
monstruo del aspecto de Godzilla que persigue a un grupo de amigos por las
calles de Nueva York, pero estarán persuadidos de la veracidad de la imagen de
un muchacho que abandona una fiesta con la batería del teléfono casi descargada
y que debe hacer una llamada importante antes de que caiga la noche”.
El plano simbólico, continúa Robinson, es aún más revelador,
porque la desconexión a menudo se percibe como algo positivo. No sé si Robinson
lo sabe, pero en Buenos Aires pululan los bares que desprejuiciadamente exhiben
carteles que, palabras más, palabras menos, dicen: “No tenemos conexión wi-fi,
hablen entre ustedes”, como si eso garantizara la humanidad de las relaciones y
los intercambios. Un bar sin wi-fi, digan lo que digan los carteles, es una
pulpería perdida en el medio del monte, lejos de todo sitio habitado, lugar
propicio para las escenas de terror más inquietantes y autóctonas.
Muchos se lamentan de la excesiva conectividad o de las
noticias inútiles que nos invaden desde las redes sociales, e invocan como
remedio la posibilidad de desenchufarse, de tomarse unas vacaciones. Es en esta
fantasía, más o menos inconsciente, más o menos auténtica, que actúan las
películas de terror modernas, preparando y al mismo tiempo suministrando una
versión catastrófica, negativa, de un deseo, de una posibilidad que
generalmente se considera benéfica y liberadora. El terror, parecen decirnos,
se exorciza con las baterías cargadas.
© Perfil.com
0 comments :
Publicar un comentario