Por Sergio Sinay (*)
No importa tanto la vida que me tocó, sino lo que hago con
esa vida. Esta idea esencial en la filosofía existencialista puede provocar
vértigo o alivio, según el caso y según las personas. Por una parte, nos libera
de la mirada clavada en el pasado, de la queja hacia quienes nos precedieron,
padres incluidos.
Nos rescata de la jaula de los determinismos. Por otra, nos
deja cara a cara con nuestra responsabilidad. Desnudos y sin red ante la vida y
ante el mundo. Despojados de culpables a quienes cargarles nuestras
frustraciones, imposibilidades, errores, fracasos, elecciones y decisiones. Uno
de los mayores referentes del existencialismo, Jean-Paul Sartre (1905-1980), lo
sintetizó así: “El hombre está condenado a ser libre, ya que una vez en el
mundo, es responsable de todos sus actos”. Somos, entonces, prisioneros de
nuestra libertad, que solo se entiende ligada a la responsabilidad.
La sociedad argentina es un muestrario dramático y patético
de la negativa a aceptar la libertad responsable. El “mejor equipo de los
últimos 50 años”, y su líder, intentan justificar una continua mala praxis
económica y social en el Gobierno con un relato, pergeñado por su sofista de
cabecera y repetido hasta el hartazgo, que empezó por atribuirle todos los
males a la pesada herencia recibida (la vida que me dieron) y se actualizó, a
medida que se sucedían las trastadas y los errores propios, culpando a las
circunstancias externas: guerra comercial EE.UU.-China, lira turca, recesión
brasileña, sequía, inundaciones, apreciación del dólar, etcétera. Por supuesto
que, en un mundo ideal, despojado de lo aleatorio y en el que los otros no
existieran o fueran simples títeres de nuestro deseo, la felicidad sería
completa. Esa felicidad elemental y mágica que el Presidente gusta invocar y prometer.
Pero, mientras tanto, nada acerca de la responsabilidad (qué hago con la vida
que me toca). Porque otra idea existencialista es que el compromiso, como la
respuesta a las consecuencias de las acciones y elecciones propias, se plasma
en actos, no en palabras.
Por su parte los corruptos de la “década ganada”, desnudados
por evidencias brutales, descargan su criminalidad en la Justicia. No es que
ellos robaron, sino que ésta los persigue. Los jueces a los que antes se
asociaban ahora ni siquiera son reconocidos como tales. Pero la libertad de
corromperse hasta los huesos tiene consecuencias y hay que afrontarlas. Lo
mismo vale para los funcionarios y empresarios “arrepentidos”. Las coimas dadas
y recibidas no eran obligatorias. Darlas y tomarlas fue una elección. Vivir al
margen de la moral y de la ley tiene consecuencias. Vivir dentro de ellas,
también. Son elecciones de las que no se puede culpar ni al azar, ni a otros,
ni a los astros. Se es lo que se elige ser. De esto no hay escapatoria, por muchas
coartadas y atajos que se inventen con ayuda de abogados, voceros o ingeniosos
asesores.
Todo el numeroso elenco nombrado hasta aquí es parte de una
sociedad, se gestó en ella, no nació de repollos. Por lo tanto, quizás la
propia sociedad, en la persona de cada uno de sus miembros, tendría que
preguntarse por su responsabilidad en el destino que después padece y para el
que busca culpables en primer lugar y luego figuras mesiánicas que la rescaten.
Hacerse la pregunta sería un saludable ejercicio de existencialismo aplicado. Y
para ese ejercicio bien vale recordar una idea que Albert Camus (1913-1960),
luminoso exponente de esta filosofía, expresaba en su novela La peste: “Todas
las desgracias de los hombres provienen de no hablar claro”. También decía Camus
que inocente es quien no necesita explicarse. Y en los últimos tiempos estamos
saturados de explicaciones enrevesadas y contradictorias para las pésimas
prácticas políticas y económicas, para las acciones corruptas, para los
fracasos seriales, para las injusticias de la Justicia. Nada diferente puede
suceder donde no se habla claro ni se asumen como propias las decisiones
tomadas, las elecciones hechas. Es decir, cómo se elige vivir, hacer negocios o
gobernar. En criollo, calavera no chilla.
(*) Escritor y periodista
© Perfil.com
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