Por Manuel Vicent |
La blasfemia en el campo expresa la ira de labrador ante
cualquier calamidad, el pedrisco que hiere la espiga, la sequía que agosta los
pastos, las plagas que esquilman las cosechas. El campesino mira al cielo,
proyecta su rabia contra el dueño y señor del universo y le culpa de semejante
desaguisado.
La blasfemia ha sido cultivada en toda su múltiple variedad,
roída, masticada, escupida, por los arrieros que han cruzado durante siglos los
caminos de España; de hecho, todos los asnos y pollinos ibéricos la llevan
interiorizada en su cerebro hasta el punto que el más recalcitrante de estos
jumentos en cuanto oye la blasfemia se pone a andar.
Hoy las redes están llenas de arrieros informáticos. Las
blasfemias han sido han sido asumidas por el software y pronto entrarán a
formar parte constitutiva de la inteligencia artificial. Cuando el ordenador se
atranca como un asno obcecado, le das tres veces a la tecla y nada, pero
sueltas una blasfemia castiza y toda la tecnología se pone de nuevo en marcha.
En contrapartida el pueblo español trata de calmar la ira
divina con infinitas jaculatorias, rogativas y procesiones, que a su vez te
llevarán al cielo mientras con la blasfemia puedes dar con tus huesos en la
cárcel. Señor juez, tome la blasfemia como lo que es, el rabo atravesado de una
plegaria, un ferviente y mal ensalivado acto de fe, una jaculatoria al revés.
© El País (España)
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