Por Guillermo Piro |
Armados con pistolas,
ingresan al grito de: “¡Esto es un asalto!”. Pero la mitad de los comensales se
pone de pie y acribilla con sus propias armas a los asaltantes. Estos no
habrían tenido ese final si antes de entrar hubieran leído el cartel en la
puerta que decía: “Cena a beneficio. Policía Bonaerense”. El marketing es
imprescindible en todos los órdenes de la vida.
El Complejo Teatral
de Buenos Aires recibió una intimación de la agencia que tiene los derechos de
la obra Esperando a Godot, de Samuel Beckett, para que el teatro desista de
poner en escena una versión en la que participarían dos mujeres – Analía
Couceyro e Ivana Zacharski–, dado que una de las cláusulas impuestas por el
autor, fallecido en 1989, expresa que la obra solo puede ser representada por
hombres. Con dirección de Pompeyo Audivert, la obra iba a estrenarse el 21 de
septiembre. Lo cierto es que si alguien es culpable, ese alguien no es Beckett.
Y también es cierto que la noticia no debía haberlos tomado
tan por sorpresa. Incluso quienes no somos exégetas de Beckett, los que no
hemos leído todos sus libros y no corremos ansiosos a la librería cada vez que
aparece una nueva y pésima traducción española de sus obras, sabíamos que
cuando se lo consultó acerca de esa disposición expresa de no colaboracionismo
de mujeres en Esperando a Godot, Beckett respondió: “Las mujeres no tienen
próstata”, aludiendo, naturalmente, al mal que sufre Vladimir, uno de los
personajes, pero en realidad diciendo a su modo, que siempre fue un poco
improbable: “Porque se me cantan las pelotas” –expresión que oxigenó buena
parte del arte de la Antigüedad hasta nuestros días. Incluso quienes no somos
exégetas de Beckett sabíamos que en repetidas ocasiones se bajaron de cartel
versiones de la obra por contar en su elenco con actrices en vez de actores: en
el 91 en Avignon, en 2003 en Frankfurt, en 2004 en Wilhelmshaven, en 2005 en
Pontedera. Con seguridad hay más casos, pero esos bastan para sentar
precedente.
Cuenta Milita Molina, traductora junto a Elina Montes de
Recordando a Beckett, un libro de entrevistas a Beckett que incluye algunos
testimonios de quienes lo conocieron, que durante una puesta del propio Beckett
una actriz le había preguntado si se le permitía bostezar dos veces en vez de
tres, a lo que Beckett respondió con un terminante “no”. Cuando el año pasado
Ana Cinkö y Raúl Zolezzi presentaron la versión teatral de Compañía, uno de los
últimos textos del autor irlandés, tuvieron muchos dolores de cabeza a raíz de
los requerimientos de los herederos, reacios a tolerar hasta la más mínima
sustitución de una línea o el inofensivo cambio de nombre de un personaje.
Tildar a Beckett de retrógrado me parece exagerado.
¿Caprichoso? Seguramente. Tan caprichoso como asignarle a una mujer el papel de
un hombre. O como que Días felices, del mismo autor, solo puede ser
representada por mujeres. Ante los pretendidos cambios de género, los herederos
de Beckett dicen: “Reemplazar hombres por mujeres en un espectáculo es como
sustituir violines por trompetas”. Contundente. Hablamos de un autor que no
autorizó a Ingmar Bergman a hacer una puesta de la misma obra.
En un momento de Esperando a Godot, Estragón se descalza para
quitar algo en el zapato que le molesta, y Vladimir dice: “He aquí al hombre
íntegro arremetiendo contra su calzado cuando el culpable es el pie”. Es una
buena y oportuna sentencia.
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