Por Nelson Francisco Muloni |
Mientras el murmullo de los desatinos anda socavando la piel
de cada jornada, uno piensa, a veces, que alguna rareza esconde la esperanza.
Eso de andar viendo a la gente levantarse, salir a hurgar el escondrijo del pan
para desayunar el frío con el anhelo del salario para la casa, salario
chamuscado, casi fortuito, es extraño, conmovedoramente extraño.
Quizás sólo haga falta imaginar, apenas, que las cosas van a
cambiar. Para bien. Aunque, a sabiendas de que hace demasiado que las cosas no
cambian en nuestra rosa de los vientos, nos guardamos la imaginación. O la
ilusión. Quién sabe.
Pero, hay que ver a la gente. Trasegando los aires de sus
ropas, más allá de los descuajeringues de la modernidad, hay siempre un
destello de denodado esfuerzo por ser. La gente mira, también -aunque las
progresías basculares se entretengan con la polémica digitalizada creyendo que
la revolución pasa por el teclado de una computadora-, cómo va la vida. Cómo se
cuecen las habas de la cotidianeidad o cómo se macera el hambre mientras en las
gargantas, crece el vino generoso de cada día.
Y claro, la gente sufre, además.
Esa esperanza que, por su rareza, empalidece los dolores, es
fustigada casi como en letanía perversa. Las facciones luchan por sus propios intereses
mientras los gobiernos las cortejan. Y allá, en los montes, por ejemplo, cae
reventada una maestra. Que enarbolaba esa rara esperanza. O muere de caquexia
un niño wichi. Como podría suceder (como sucede) en las torpes urbes colonizadas
por la inmoralidad y la hipocresía. Y por esas facciones, casi demenciales.
Pero la gente está. Como dice Juan Gelman en Violín y otras cuestiones (1956):
Viendo a la gente
andar, ponerse el traje
el vestido, la piel y
la sonrisa
comer sobre los platos
dulcemente
afanarse, correr,
sufrir, dolerse
todo por un poquito de
pan y de alegría,
y esa coma en el verso que anuncia a la gente, es la pausa
para mirar hacia el horizonte, a través de la vidriera de todos los días. Porque
la gente no es la correría de los pillos ni el andamiaje de la corruptela. La
gente, claro, es todavía, la del saludo brillante como el sol, la del abrazo y
el beso generosos, la de los abuelos en las veredas, la del sufrimiento, la del
temor y, otra vez, la de la esperanza. Quizás vana. Quizás torpe. Pero eterna.
Y esa es la dolorosa belleza de la vida. Y otra vez Gelman:
qué hermoso, digo
gente, qué misterio
vivir tan castigado
y cantar y reír,
¡qué asunto raro!
Y esa es la dolorosa belleza de la vida. La de humedecer la
tierra antes de las heladas. La de mirar la mesa sin mantel o la de arañar los
cimientos y el asfalto para encontrar la felicidad. “¡Qué asunto raro!”
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