Por Isabel Coixet |
Los primeros versos de la canción me han acompañado
durante toda mi vida, desde que la descubrí, en multitud de circunstancias. Una
vez llegué incluso a cantarla en una rueda de prensa en la que me estaba
aburriendo profundamente, para regocijo de los periodistas presentes, que se
relajaron bastante después de mi precaria demostración vocal.
Tocar el corazón de alguien, conmoverlo (aunque sea
por unos instantes), devolverle una mirada del universo desde otros ojos es
todo a lo que aspiro. A veces, las menos, siento que lo consigo. Otras veces,
las más, no. La flecha, el mensaje, ‘la llama en el corazón’ no llega a su
destinatario, por mucho que me esfuerce y por mucho ardor y energía y años que
le dedique.
Probablemente, lo mejor de mi trabajo es tener la
oportunidad de intentarlo incesantemente. Y viceversa: mi vida como espectadora
y lectora está movida por el mismo principio: buscar el gesto, la palabra, la
pincelada, la luz, el movimiento que enciendan esa llama, grande o minúscula,
en mi corazón. El ansia de conectar con el otro es lo que me ha empujado toda
mi vida en todos los ámbitos. Conectar es para mí lo único que me separa de la
soledad y la niebla. Y conectar es algo que no se puede forzar. Como la amistad
o el amor.
Esa conexión, ese clic, ese intercambio de palabras
o miradas cómplices o gestos o lo que sea. Hay un instante de resplandor cuando
uno comparte un vagón de tren con alguien que lee con avidez un libro que tú
has leído y de repente os ponéis a hablar del autor y pasáis a hablar de la
vida y la muerte y el amor y de otros libros y de otras películas. O cuando
descubrís que una cajera de setenta años de un supermercado de una ciudad
perdida escribe poesía en sus ratos libres y se pone a hablar de Rimbaud y os
reís de «su corazón encogido en un bol de sopa» y su sonrisa ya no es la
sonrisa de una septuagenaria, sino la de una adolescente de catorce.
Reconozco que vivo para momentos así. Para
instantes de conexión con personas que nada tienen que ver conmigo, pero que,
por unos preciosos momentos, tienen todo que ver conmigo. Porque en esos
momentos siento que la humanidad no se divide en razas, en fronteras, en
edades, en riqueza. Se divide en infinitas llamas y en infinitos corazones.
Encender o apagar esas llamas y que permanezcan grabadas en nuestro corazón,
incluso cuando estén apagadas, sólo depende de todos y cada uno de nosotros.
© XLSemanal
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