Por Cristian Vázquez
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Casi siempre que cuento que, cuando sigo una serie, no veo más de un
capítulo por día, la gente se sorprende mucho. Enseguida quieren saber el
porqué de esa política. Mi respuesta es simple: también quiero hacer otras cosas.
Nuestro tiempo es limitado, y el que le dedicamos a algo se lo negamos a todo
las demás. Me gusta ver series, pero no es lo único que quiero para mis ratos
de ocio.
Sé que voy contra la corriente. De hecho, antes que por qué lo
hago, suelen preguntarme cómo lo consigo. Para muchas
personas, ver un solo capítulo diario se torna una misión imposible: no pueden
escapar de las garras de los cliffhangers, esos anzuelos que los
guionistas colocan al final de cada episodio para engancharte y que la ansiedad
te compela a ver el siguiente. Hay datos que afirman que los usuarios de
Netflix ven, en promedio, dos capítulos y medio de series por día, y que el 61
% ve por lo general entre 2 y 6 episodios de un tirón.
Querer hacer otras cosas no es, sin embargo, el único motivo. Con el
tiempo me di cuenta de que, a un capítulo por día, disfruto más de las series.
Les dedico toda mi atención (cuando veo una serie, pongo el teléfono en
silencio y lejos de mí, para ni siquiera tentarme con sus distracciones). Gozo
de la intriga (si la hay) del final del episodio, pero ni se me ocurre
dar play al siguiente. Ejercito el deleite de la espera, de
saber que el día siguiente tendré más (si es que el día siguiente veo un
capítulo, pues a veces no lo hago). Además, una noche de sueño entre cada
emisión contribuye a fijar en la memoria los datos importantes. La política de
un capítulo por día es, para mí, una forma de expandir el placer.
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Si ya debido a esa práctica sentía que iba convirtiéndome en una suerte
de rareza, qué decir desde que me enteré de que existe —y está cada vez más
extendida— la tendencia de ver las series en fast-forward, es
decir, a una velocidad mayor de la normal.
Existen disciplinas artísticas espaciales, estáticas, atemporales: la
pintura, la escultura, la arquitectura. Su disfrute no depende del tiempo. Está
fuera del tiempo, podríamos decir. Las otras artes exigen la sucesión. En
algunas, como la literatura, el tiempo es variable. Alguien puede tardar el
doble o la mitad que otra persona para leer una página o una novela, y en ambos
casos la página y la novela serán las mismas. En otras no: en música, si los
tiempos cambian, cambia la obra. Es como, en un texto, modificar una palabra o
una frase.
Pues bien, hasta hace poco yo creía que las artes audiovisuales (el
cine, las series) pertenecían a la misma categoría que la música. Que cada obra
tenía su tiempo invariable. Si uno quería ver una película de dos horas, debía
invertir dos horas. Me equivocaba.
Lo han explicado muy bien, en sendos artículos, Marina Such y Antonio Martínez Ron: mucha gente (sobre
todo jóvenes) ve las series, y algunos también las películas, y escucha los
podcasts, a “1.5x” o “2x”. Es decir, a un 50 o 100 % más rápido de su velocidad
normal. Ahora soy yo quien pregunta azorado: ¿por qué? Para que el tiempo rinda
más. Such, para elaborar su reportaje, hizo una consulta al respecto en Twitter. La respuesta más paradigmática
fue la de un usuario llamado Araide Sensei:
“Va demasiado lento
para mí todo. Me aburro, me pongo nervioso, saco el móvil, me distraigo…
Necesito un poco (bueno, bastante, je) más de velocidad, que me obligue a
mantener la atención y que condense el entretenimiento”.
Cuando Such le preguntó si no siente que, de ese modo, se pierde algo de
lo que pasa en las series, Araide Sensei contestó: “En absoluto. De hecho, si
las viese a velocidad normal sí que perdería cosas, porque desconecto”.
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Parece evidente que vivimos cada vez más acelerados. Martínez Ron cita
en su artículo un estudio de 2007 según el cual la gente
en las grandes ciudades caminaba entonces un 10 % más rápido que diez años
atrás. ¿Habremos aumentado otro 10 % nuestra velocidad en la última década?
Se ciernen sobre nosotros algunos mandatos sociales, que no son otra
cosa que el capitalismo pretendiendo exprimir hasta la última gota de eso que
llamamos nuestro tiempo libre. De ahí la exigencia de ver todas las series que
hay-que-ver. Que son cada vez más, por lo cual hay que ver seis o siete a la
vez. Y hay que verlas, además, lo antes posible, para evitar los spoilers y
para no quedar fuera de las conversaciones. Verlas aunque consideres que son
aburridas o que tienen muchas partes de relleno. Incluso aunque no te gusten.
Verlas hasta el final, porque no podés abandonarlas sin saber cómo terminan.
Verlas.
Surge entonces un cálculo sencillo: si en 1.5x un capítulo de una hora
dura cuarenta minutos, en dos horas en lugar de dos capítulos caben tres. ¡Y a
2x caben cuatro! En una maratón de cinco horas te clavás una temporada completa
y podés presumir en la oficina al día siguiente. Y ya estás listo para una
serie nueva.
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Este artículo no es —no quiere ser— una diatriba contra quienes consumen
los productos audiovisuales a una velocidad mayor que la original (una práctica
cercana a leer una novela “en diagonal”, que es lo que hacen quienes leen superrápido): son libres de hacerlo.
Tampoco contra los seriéfilos maratonistas. Mucho menos contra las series en sí
mismas. (La cineasta argentina Lucrecia Martel ha dicho que “la gente no se da cuenta
de que las series son un retroceso”. Además de arrogarse la capacidad de saber
de qué se da cuenta “la gente” y de qué no, Martel se equivoca, creo.
Parafraseando un artículo de César Aira sobre
literatura y best-sellers que ya hemos citado por aquí en más
de una ocasión: ver cine de calidad es una actividad muy minoritaria. Creer que
alguien pueda dejar de ver Game of Thrones para ir a ver
películas de Ingmar Bergman es una ingenuidad. Si no existiera Game of
Thrones, su audiencia vacante no vería a Bergman. Vería otros programas de
televisión o, simplemente, no vería nada.)
De lo que me interesa hablar, en realidad, es del placer. Ese placer que
yo siento expandir al ver no más de un capítulo por día. Quizás otras personas
lo expandan haciendo maratones de series o viéndolas a toda velocidad: no digo
que no pueda ser. Pero quizás —solo quizás— esas personas lo hacen por la
presión social a la que están sometidas y, si se dieran la oportunidad,
advertirían que las disfrutan más viéndolas poco a poco. Tomándose su tiempo.
De esa forma verían menos series, está claro, pero ¿qué más da?
Quedarían fuera de algunas conversaciones, pero ayudarían a que surgieran
otras. Se evitarían, probablemente, las series aburridas y las que tienen
partes de relleno, y muchas de esas que ven hasta el final, aunque no les
gusten, solo para saber cómo terminan. En general yo veo nada más las que me
recomiendan mucho. No es una garantía absoluta, pero ayuda a evitar pérdidas de
tiempo. Y cuando me parece que una serie no es para mí, la abandono sin
remordimientos. Con House of Cards llegué hasta la mitad de la
segunda temporada. Con Thirteen Reasons Why, hasta la mitad del segundo
capítulo. La casa de papel ni siquiera la empecé.
Saber invertir el tiempo que se “gana” (se deja de perder) de esa forma
ya es otra cuestión. Pero a menudo solo se aprende una vez que se cuenta con
él.
© Letras Libres
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