Por Alberto
Olmos
Me acuerdo a menudo de algo que escribió Roland Barthes y que dice más o menos así: “Uno es
el que narra, otro el que escribe y otro el que es”. Me alegra mucho haber
encontrado un asunto con el que poder airear esta cita. El asunto es la libertad de expresión.
Es frecuente que a un escritor se le pregunte sobre
la distancia de vida que media entre algo que ha escrito y su propia biografía.
¿Te pasó a ti?, ¿eres tú? Son preguntas incómodas precisamente porque no
siempre tiene uno a mano citas de Roland Barthes para salir del paso. Según las
palabras del semiólogo francés, el que narra en un texto —incluso en un
artículo, si me apuran— no es exactamente el que escribe; y el que escribe, a
su vez, no es el que es.
La primera distinción parece bastante obvia. Un
autor español de 40 años pone voz en un libro a una niña china de 9. Todo el
mundo entiende que esa niña es un personaje. Igualmente, una autora francesa de
30 años pone voz en una novela a un torturador franquista de 50. Si el
torturador muestra en el texto su ideología fascista, y denigra a los
homosexuales, desprecia a las mujeres o desea la muerte de todos los
comunistas, nadie cree que la autora francesa esté difundiendo odio o que vote
siquiera a Marine Le Pen.
Parece algo más complejo de entender lo que Barthes
quería decir cuando establecía que aquel que está escribiendo tampoco se
corresponde con esa persona que tiene su mismo nombre y que, en ocasiones, no
escribe, sino que pasea, compra, toma el sol en la playa o discute con un
amigo. Sin embargo, todos conocemos y secundamos esa afirmación según la
cual no es nada recomendable tratar en persona a los escritores que
admiramos. Sucede casi invariablemente que aquel que escribe con
gran belleza es soez cara a cara, que aquella que riega de furia todas sus
novelas resulta angelical en persona. Cuando alguien me dijo que Fernando Vallejo, que insulta a todo el mundo en todos
sus libros y con todas sus fuerzas, era un tipo amabilísimo, me pareció lo más
natural: ¡el pobre tiene que darse descanso!
Un escritor, sobre todo si tiene éxito, es una
cristalización —una simplificación, incluso— de una personalidad. Ha elegido un
camino, a veces su popularidad le obliga de hecho a escribir siempre el mismo
libro, a ser Paul Auster o
Michel Houellebecq incluso sabiendo que ser Auster o Houellebecq excede a la
simple acción de firmar libros con ese nombre. Por eso algunos famosos
futbolistas acaban hablando de sí mismos en tercera persona: su propio nombre
no les suena a “yo”.
Nada amordaza nuestros labios
El ideal que quiero dibujar en esta primera entrega
sobre la libertad de expresión puede completarse con otra cita acreditada:
“Nada en absoluto (…) obstruye las cuerdas vocales, nada amordaza nuestros
labios, nada desencaja en la lexicalidad o la sintaxis para reprimir la
afirmación, voluminosa, elocuente y repetida, si así lo queremos, de que Mozart
era incapaz de componer una melodía pasable o de que Cézanne era un
pintamonas”. Lo escribe George Steiner en Presencias
reales.
Es una idea fascinante. Creíamos que decíamos lo
que queríamos, pero hay muchas cosas que no somos capaces de decir, de intentar
siquiera decir. Así, hay frases proscritas o imposibles, y nociones sepultadas,
y grandes solares en la sintaxis. Miren a ver si habían leído alguna vez esta
frase: “Jorge Luis Borges es el peor escritor del siglo XX”. O ésta: “Los
tomates son de color morado”. O ésta: “Los ciegos no deberían tener derecho a
voto”.
Se me acaban de ocurrir muy fácilmente tomando como
contrario el sentido común, oponiéndome desprejuicidamente a los hechos
probados y buscando el negativo del canon cultural.
“Proust es basura”, “la lluvia sólo moja los jueves”, “hay que
fusilar a los enanos”.
Poco a poco vamos llegando a frases que alguien
puede encontrar ofensivas. ¿Por qué hay que fusilar a los enanos? ¿Quién ha
dicho que haya que fusilar a los enanos? Es sólo una frase. Se ha dicho sola.
Lo importante aquí es asumir que la frase “hay que
fusilar a los enanos” (intolerable si se dice en serio, si la dice un político
a cámara o un famoso en una entrevista) procede del mismo lugar que la frase
“te querré eternamente hasta el jueves” (Jardiel). Es una frase que hemos
tenido que ir a buscar, es el fruto de una exploración
más allá de los límites del decir. A veces sale ingenio, arte,
metáforas o humor; y otras veces sale basura. La pregunta sería: ¿debemos
renunciar a esa basura, esto es, podemos permitirnos no explorar por miedo a no
encontrar sólo poesía e inteligencia sino también frases que no nos agradan?
Todo se puede decir
El título de un libro —por lo demás, aburridísimo—
de Raoul Vaneigem podría servirnos como lema arcádico de la libertad de
expresión: Nada es sagrado, todo se puede decir.
Así, idealmente, como digo, tendríamos el derecho de decir lo que nos diera la
gana sobre cualquier cosa y con las palabras que nos pareciera oportuno sin que
nadie viera dañados sus propios derechos. Del mismo modo que todo el mundo
entiende que una frase atroz en una novela no resulta lesiva, todo el mundo
asumiría que lo dicho por cualquier persona nos enriquece incluso si no nos
gusta, no lo entendemos, no tiene sentido o muestra poco respeto por los
valores aceptados. Alguien dice y no pasa nada. Tú también puedes decir. Y
nadie está diciendo en realidad tantas cosas, sólo estamos poniéndoles voz.
No sé ni lo que digo, reconocemos a menudo. Y a lo
mejor es lo que nos sucede todo el tiempo: no sabemos lo que decimos.
Volviendo a Barthes, concluiríamos que el que dice
no es el que es, o no exactamente, o no a todas las horas del día. A fin de
cuentas, todos acabamos la semana arrepintiéndonos de algo que hemos dicho, no
reconociéndonos en un tuit propio o llamando a un amigo para retirar nuestras
palabras de aquella tarde. ¿Quién dice a través de mí?, podemos preguntarnos.
Sin embargo, si casi nadie dice nada interesante
nunca se debe a que el freno a la libertad de expresión no lo pone la
Ley, sino la reputación. La libertad de expresión se ejerce
sobre todo desde la renuncia: no diciendo. Es mucho más lo que dejamos de decir
a lo largo del día que lo que sí decidimos decir. Callamos por educación, por
interés y por miedo. En aras de la convivencia. Y queremos, por los mismos
motivos, que los demás también se callen cosas.
En algunas épocas se calla de más, y algunas
personas son sobre todo profesionales del callar. Qué puede decirse
artísticamente y qué civilmente es lo que trataremos de sondear desde este
espacio.
A lo mejor no nos callamos nada.
© Zenda – Autores, libros y compañía / Agensur.info
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