Por Pablo Mendelevich |
El tercero es sobre el impacto electoral que tendrá el tema en
2019 y en particular cuál será la ganancia o la pérdida en votos del presidente
"prescindente" (prescindencia que incubó colonias de descreídos sobre
todo del lado antiabortista). El cuarto se refiere al futuro de las relaciones
del gobierno con la Iglesia católica y con el Vaticano, lesionadas según la
visión de Roma y de buena parte del Episcopado por la decisión de Macri de
abrir el debate. Y el quinto, quizás sea apasionante para los cenáculos de las
ciencias políticas: ¿dejará rastros en la democracia este debate antinómico de
tipo transversal, completamente atípico, o se irá como llegó? ¿Quedarán
cicatrices de la división que se registró en el interior de la mayoría de las
fuerzas políticas? ¿Mejorará la democracia o todo seguirá más o menos igual?
Los interrogantes parecen independientes, pero la taxonomía
engaña. En la vida real estarán pegados unos con otros, porque todos dependen
de lo que suceda de acá en más con las masas que se movilizaron por la
despenalización del aborto y de la importante reacción que produjeron en la
contraparte. De los colectivos, como se dice ahora: colectivos femeninos,
colectivos feministas, abortistas, también antiabortistas, el inédito colectivo
católico-evangelista, expandidos todos ayer en una plaza partida al medio que,
vaya metáfora, obligó a desviarse a más de cuarenta líneas de colectivos reales.
Claro que hubo un cambio cultural, social y político
profundo motorizado por mujeres jóvenes a raíz del debate del aborto y
edificado sobre la base del movimiento Ni una menos. Ese voluminoso sector
social, arrollador, ideológicamente heterogéneo, tiene un núcleo militante que
difícilmente se amedrente por la derrota. Huelga decir que el sector
antiabortista suma motivos institucionales para sentirse envalentonado.
Sin embargo, en un país acostumbrado a la agenda pública
escarpada, con una sociedad que navega sin solución de continuidad entre
ilusiones eufóricas, decepciones melancólicas y tremendismos angustiantes,
tampoco es seguro que persistirá vigorosa la centralidad de las chicas jóvenes
que ganaron la calle apasionadas con causas de las que la gran mayoría de los
partidos políticos hasta hace poco se escurrían.
Aparte de involucrar, como tanto se repitió, a la salud
pública, la Constitución, los derechos de la mujer, la religión, las creencias,
el comienzo de la vida, la biología y los valores fundamentales según quien
fuera el dueño del planteo, el tratamiento del aborto repuso en el medio de la
escena el problema de la representación, variable esencial del sistema
político.
Aún en el supuesto de que el 129 a 125 de la Cámara de
Diputados fuera más representativo de las proporciones en las que está dividida
ad hoc la sociedad que el 38 a 31 -inverso- del Senado, resulta difícil hablar
aquí de mayorías aplastantes o de minorías despobladas: es evidente que el
tema, que se resolvió en el Congreso pero no en la práctica, organizó dos
grupos muy significativos. ¿Sería pertinente entonces, como sugieren algunas
voces del lado de los derrotados, someterlo al sufragio?
La única vez que hubo una consulta pública nacional en la
Argentina (el 14 de noviembre de 1984, acerca de la paz con Chile) la
representación parlamentaria iba ostensiblemente a contramano de la voluntad
popular. En las urnas hubo diez millones y medio de votos por el sí contra poco
más de dos millones por el no, pero cuando les tocó decidir a los senadores (la
consulta no era vinculante) la paz se aprobó raspando: apenas por 24 a 22.
Primero se votó en las urnas y después en el Senado. ¿Con qué argumento podría
invertirse ese orden?
Lo único seguro es que las secuelas del debate serán importantes.
La política no podrá ignorar que debajo de la superficie multipartidaria laten
dos públicos enfrentados.
© La Nación
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