Una fotografía de Lula fue el fondo en la conferencia de prensa del PT anunciando que el expresidente sería su candidato a la presidencia. (Foto/Patricia Monteiro) |
El 7 de octubre habrá una elección presidencial en Brasil,
la séptima desde el retorno de la democracia en 1985. Esta contienda representa
un choque fundamental entre la democracia y el Estado de derecho, entre las
elecciones libres y justas y el respeto al debido proceso.
El expresidente
brasileño y aspirante a candidato presidencial, Luiz Inácio Lula da Silva,
quien registró su candidatura desde prisión el 15 de agosto, explicó parte de
esta contradicción recientemente.
El complicado sistema electoral y judicial brasileño
decidirá para mediados de septiembre si admite su candidatura o, lo más
probable, si le prohíbe participar. Esto sería un error. Tener a Lula en la
boleta electoral fortalecerá la democracia en Brasil, lo cual es una condición necesaria,
si bien insuficiente, para el Estado de derecho.
Lula da Silva y sus seguidores han argumentado que está a la
cabeza en las encuestas; que se le prohíbe contender debido a un cargo de
corrupción relativamente menor, sustentado en declaraciones de testigos cuyas
sentencias fueron reducidas a cambio de testificar en su contra, algo que él y
muchos juristas cuestionan; que el sistema judicial brasileño se ha convertido
en el árbitro de las elecciones del país debido a una serie de leyes
anticorrupción ante la ineficacia de las normas existentes.
Sus opositores, junto con los jueces que lo han sentenciado
a doce años de prisión y parte de los medios brasileños, insisten en el fondo
de la cuestión, no en el proceso mismo. Según ellos, Lula da Silva fue
sentenciado por el delito de corrupción, menor o no, y perdió el recurso de
apelación ante la Corte Suprema para seguir bajo arresto domiciliario hasta que
concluyan todas sus investigaciones. Además, enfatizan, todavía se le juzga por
seis cargos más, aunque el proceso completo de apelación por la primera
acusación todavía no ha seguido su curso. Por último, está la “Lei da Ficha
Limpa” (literalmente, ley del expediente limpio o “borrón y cuenta nueva”) en
Brasil, firmada por el mismo Lula cuando era presidente, que estipula que
cualquier persona declarada culpable de corrupción en dos instancias no puede
ser candidata a la presidencia. Así que ya sea porque está en prisión o porque
se le sentenció por corrupción, es casi seguro que no aparecerá en la boleta.
Los partidarios de Lula da Silva responden que uno de los
jueces involucrados, Sérgio Moro, está llevando a cabo una venganza política en
contra del expresidente y del partido que fundó hace cerca de cuarenta años.
También afirman que el apartamento frente al mar que presuntamente le dio una
constructora a la que le otorgó contratos no es suyo ni de su difunta esposa.
Sus adversarios responden que no se está dando un trato especial a Lula y que
no debería gozar de ningún privilegio especial solo porque es popular, fue
presidente o desea contender a ese cargo.
Este dilema no tiene una solución sencilla, en especial en
un país con una élite política tan desprestigiada y que apenas está saliendo de
la peor recesión económica en décadas. Jair Bolsonaro, un candidato de la
extrema derecha —al parecer asesorado, entre otros, por Steve Bannon— está
contendiendo a la presidencia y ocupa el segundo lugar en las encuestas,
después de Lula da Silva. Este candidato apela a la vena racista, homófoba y
sexista siempre presente en la sociedad brasileña, al igual que a un mayor
sentimiento de rechazo a la clase gobernante. Claramente, Bolsonaro es una
amenaza más grande para la democracia brasileña que los excesos de Lula da
Silva, en caso de que se confirmen en su totalidad.
Permitir que Lula contienda a la presidencia apaciguaría a
sus partidarios, que son muchos, pero disminuiría seriamente la sensación de
que luego de casi dos siglos de privilegios, corrupción y ausencia de leyes
iguales para todos y de la caída de los arrogantes y los poderosos, Brasil está
entrando por fin a la modernidad en un ámbito en el que al país y a sus vecinos
siempre les ha ido mal: el Estado de derecho. No obstante, negar a decenas de
millones de ciudadanos que votarán por Lula la posibilidad de hacer que su
ídolo regrese al Palacio del Altiplano casi implicaría privarlos de sus
derechos.
La petición de Lula da Silva ha sido respaldada por figuras
internacionales de todo el planeta. Más de una decena de congresistas
estadounidenses y el senador Bernie Sanders escribieron una carta al embajador
de Brasil en Washington. Exigieron que Lula fuera liberado mientras su proceso
de apelación se llevaba a cabo y condenaron el uso de la lucha contra la
corrupción como herramienta para perseguir a los políticos de la oposición. El
papa Francisco recibió a un pequeño grupo de amigos de Lula originarios de
Brasil, Argentina y Chile hace unos días, y escuchó con atención sus quejas.
Aunque Lula da Silva insiste en que la única opción es su
candidatura, su partido, el Partido de los Trabajadores (PT), tiene un plan B.
En este escenario, el exalcalde de São Paulo y actual candidato a la
vicepresidencia, Fernando Haddad, acabaría en la boleta si las protestas, los
recursos jurídicos y esfuerzos de la campaña internacional de Lula no rinden
frutos. En caso de que el exlíder sindical pueda transferir suficientes votos a
su remplazo, podría ganar en la segunda vuelta de la elección, programada para
el 28 de octubre. No obstante, si la transferencia no funciona del todo y se
niega al PT la victoria de uno u otro modo, los desafíos para Brasil pueden ser
abrumadores.
Existe una complicación adicional derivada del contexto
regional en el que este drama se está desarrollando. En varias naciones
latinoamericanas, las prohibiciones por parte de los mandatarios en funciones a
los opositores que contienden a la presidencia se han vuelto la norma. En
Nicaragua, en 2016, Daniel Ortega abatió o intimidó a una cantidad suficiente
de rivales —en particular al más fuerte, Eduardo Montealegre—, para acabar
ganando con un 72 por ciento de los votos y prácticamente sin impugnaciones. En
Venezuela este año, Nicolás Maduro se aseguró de que los principales candidatos
de la oposición, Henrique Capriles y Leopoldo López, no pudieran contender.
Solo un candidato medio falso se opuso a Maduro.
En otros países, también hubo intentos para prohibir a
candidatos que aparecieran en la boleta o desalentarlos de hacerlo; entre los
afectados estuvieron desde el líder mexicano de la oposición López Obrador en
2005 (quien obtuvo la victoria en las elecciones de julio de este año) hasta
varios candidatos guatemaltecos a los que se les prohibió contender debido a
cargos de corrupción, cláusulas de antinepotismo y violaciones a los derechos
humanos.
Al igual que en Brasil, muchos de estos casos —no todos, evidentemente—
son engañosos. Algunos contendientes fueron descalificados por razones válidas,
o al menos legales. Otros fueron víctimas incuestionables de persecución
política. Resulta difícil cuestionar la idea de que el caso de Lula más bien
cae en las categorías de Venezuela y Nicaragua, y no en las otras. Salvo que la
democracia brasileña no está colapsando ni se está asesinando a los
manifestantes en las calles ni se está encarcelando a los estudiantes ni
callando a los medios. Como The Economist advirtió hace algunos meses, puede
que los jueces sean quienes gobiernan Brasil, pero no hay una dictadura.
Aunque creo que la revelación del escándalo Lava Jato y la
diligencia de jueces como Moro han sido benéficos para Brasil y América Latina,
prefiero ver a Lula en la boleta electoral que en la cárcel.
Las acusaciones en su contra son demasiado endebles, el
supuesto crimen tan menor —hasta ahora—, la sentencia tan evidentemente
desproporcionada y los riesgos tan altos que, en la América Latina de hoy, la democracia
debería imponerse, por así decirlo, al Estado de derecho. En un mundo ideal,
los dos van de la mano, y sin duda no chocan entre sí. En Brasil, lo hacen. Yo
estoy con la democracia, con todo y sus defectos.
(*) Secretario de Relaciones Exteriores de México de 2000 a 2003, es
profesor de la Universidad de Nueva York y columnista de opinión de The New
York Times.
© The New York Times
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