La Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) está en
crisis. El momento más tenso se desató en abril, cuando no fue posible nombrar
secretario general y seis de sus doce Estados miembros suspendieron
temporalmente su participación: Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Paraguay y
Perú. Quedaron activos la mitad: Bolivia, Ecuador, Guayana, Surinam, Uruguay y
Venezuela, que en total no representan a más del 15 por ciento de la población suramericana.
A esto se sumó el anuncio del gobierno de Iván
Duque de que Colombia se retirará
definitivamente del organismo en los próximos meses. La
posibilidad es que otros países sigan su camino: el canciller de Chile, Roberto
Ampuero, dijo que el
organismo “no conduce a nada, no ayuda a la integración y no es capaz de
resolver”.
La crisis de la Unasur es en realidad el último
episodio de un viejo problema que es perjudicial para el avance de la región:
América Latina ha sido incapaz de crear proyectos de integración robustos que
sobrevivan a los cambios de mandatarios y a sus tendencias ideológicas.
En 2008, doce países suramericanos decidieron crear la Unasur con
el objetivo de construir una identidad y ciudadanía suramericanas y desarrollar
un espacio regional integrado por medio de la convergencia del Mercado Común
del Sur (Mercosur) y la Comunidad Andina de Naciones (CAN). Ahora, con seis
sillas vacías y encaminada a su desaparición, se prueba una vez más que en
América Latina los compromisos políticos de largo aliento son ejercicios
fallidos. La crisis de los últimos meses es una mala noticia para una región
con problemas comunes y que debería resolver de forma conjunta.
En los diez años desde la creación de la Unasur, la
fuerza de la denominada “marea rosada” —el giro a la izquierda en la política
latinoamericana— se ha diluido y el péndulo está retornando a la derecha. Como
respuesta a la Unasur, en 2011 se creó la Alianza del Pacífico (AP). Esta
iniciativa se caracteriza por concentrarse en el libre comercio, y su
nacimiento surge de gobiernos de derecha o centroderecha en Chile, Colombia,
México y Perú. Con el cada vez mayor interés de México por el sur de la región,
la crisis actual ha dejado de ser suramericana para alcanzar escala
latinoamericana.
De hecho, en la cumbre más reciente de la AP, en
México, se anunció un plan de acción para fortalecer los
vínculos con el Mercosur e incluso se habla de “convergencia” entre ambos organismos. Si
esta fusión se concreta y en verdad hay interés de otros países suramericanos
de dejar la Unasur, no estaríamos ante una maniobra de presión de los gobiernos
de derecha para ganar protagonismo —como han advertido algunos analistas, calificándola de estrategia de
“las sillas vacías”—, sino que estamos asistiendo al
desmantelamiento de una de las alianzas de integración regional más abarcadoras
de los últimos años y en la que todos los países suramericanos estaban sentados
en la misma mesa.
Así como Europa está presenciando la crisis del brexit, en
Suramérica estamos ante un suraméxit.
Para contrarrestar esta tentación desintegradora y
aislacionista, los gobiernos actuales (de izquierda y derecha) tienen una
responsabilidad histórica: comprometerse finalmente a un proceso integrador a
largo plazo y por encima de las bagatelas ideológicas.
México será un país clave en esta intención: ante
la incertidumbre por el futuro del Tratado de Libre Comercio de América
del Norte (TLCAN) y con una mayor cercanía al sur gracias a la AP, la próxima
gestión del izquierdista Andrés Manuel López Obrador jugará un papel
estratégico para equilibrar la influencia de los gobiernos de derecha del sur.
Cada vez que el péndulo del poder se ha movido de
un lado a otro, los nuevos gobiernos han intentado reescribir o a destruir los
procesos con sesgos progresistas, liberales o conservadores. Esta tendencia
contraproducente ha obligado a las organizaciones e iniciativas a depender de
liderazgos personalistas y no institucionales.
No es descabellado pensar que entre todos los
países de América Latina, o la mayoría, podría gestarse una verdadera
integración a futuro. Según mediciones de Latinobarómetro, el 77 por ciento de los latinoamericanos
consultados está de acuerdo con más integración económica con otros países de
la región y el 62 por ciento está a favor de la integración política.
Encaminar a la región hacia una integración más
sólida y duradera es un paso necesario. Solo de forma conjunta se podrán
enfrentar los grandes problemas de América Latina: la defensa de los derechos
fundamentales y la democracia ante el auge de líderes y grupos populistas y
autoritarios —desde Daniel Ortega en
Nicaragua a Jair Bolsonaro en
Brasil—, la crisis económica de Argentina y
la política en Brasil, el futuro del proceso de paz en Colombia y el combate a
la desigualdad, la
corrupción generalizada y los brotes de xenofobia que
ha empezado a ocasionar el éxodo masivo de venezolanos. Estos problemas han
desbordado las fronteras nacionales y exigen una solución transnacional
latinoamericana.
Adicionalmente, hay un desafío externo que se
podría resolver de manera más eficiente si es a través de un frente común: el
muro ideológico y físico que Estados Unidos está construyendo para repeler no
solo a México, sino a toda América Latina. De hecho, el repudio del gobierno de
Donald Trump a sus vecinos del sur ya es un factor determinante para
que los países latinoamericanos estén interesados en acelerar la integración
regional.
Si se concreta el suraméxit, será una
pena: significará perder los esfuerzos y los recursos invertidos en una década.
Pero, la crisis de la Unasur —ya sea que se salve o se desmantele— ofrece a
Latinoamérica una buena oportunidad de reparar los errores de diseño estructural
de sus proyectos de integración regional. Por ejemplo, la regla de la
unanimidad para la toma de decisiones deberá modificarse, porque de otra manera
no habrá posibilidad de llegar a acuerdos y lograr avances.
También se podrían adaptar mecanismos de otras
regiones, como la Visión 2025 en
el sudeste asiático o la Agenda 2063 en
África. Estos instrumentos están basados en metas temporales y por secciones
temáticas que permiten negociar en los aspectos específicos en los que las
partes coinciden, y separar los temas en los que no están de acuerdo. Así, se
podrían negociar paquetes regionales para comercio, agricultura, seguridad o
infraestructura.
El objetivo a largo plazo para América Latina es
que la integración económica no esté aislada de la vinculación política y
social. Para ello, se necesita una verdadera sesión de soberanía y órganos
autónomos en la esfera supranacional, como un poder judicial con amplias
facultades, representación parlamentaria activa y una autoridad ejecutiva que
en paralelo con otras entidades refuercen la regionalización.
Con todo, no hay que dejar de intentar buscar una
integración regional profunda para que, por primera vez en nuestra historia,
sea posible cohesionar un verdadero bloque común. De lo contrario, el papel de
América Latina seguirá siendo periférico e irrelevante en la escena global.
(*) Docente e investigador del Área de Derecho
Constitucional de la Universitat Pompeu Fabra (UPF) e investigador visitante
del Instituto Max Planck de Derecho Público Comparado y Derecho Internacional
Público.
© The New
York Times
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