La gran artista que cantó siempre sobre
el dolor a través de la alegría.
el dolor a través de la alegría.
Por Fernando Navarro
No titulas a tu mejor disco Lady Soul porque sí. Te lo
tienes que haber ganado. A pulso. Yo prefiero una traducción más literal que
esa de gran reina (dama, señora) del soul: El alma de una mujer. Pocas figuras
han cantado mejor a eso. Las esquinas del alma femenina. Los anhelos. Los
momentos de soledad. Las noches de júbilo. La celebración de la vida. El
maltrato. El alcohol en el aliento ajeno. El coro de la iglesia. La cama
deshecha.
Su historia es conocida. Tiene los ingredientes truculentos que hacen
falta para forjar un mito. Embarazada a los 12. Segundo hijo a los 15.
Divorciada de un primer marido con las manos muy largas a los 19. Era hija de
un pastor evangélico que enseñó a sus hijos que los pecados se curaban a palos.
Y cantándole a dios. Y Aretha le cantaba a dios en la iglesia de papá. Alguien
la puso a grabar discos en plan niña prodigio del gospel en una algo olvidada
primera etapa.
Columbia la fichó y la quiso convertir en una especie de señora del jazz
vocal. Algo un poco retro en plan Dinah Washington (a quien incluso dedicó un disco).
Producciones sedosas, orquestaciones sofisticadas, sonidos para las calurosas
noches del Sur o los martinis de las ciudades. Pero la vida es más jodida que
todo eso. Algo latía en el interior de Aretha que todavía no había explotado en
su música. Esos malos ratos, esos conflictos, esas peleas y ese sufrimiento.
Además, las calles ardían en 1967 y no era momento de hacerse fotos angelicales
con flou como las de aquellas primeras portadas.
En estas apareció Jerry Wexler. El capo del sello Atlantic. Quizá nadie
conoció mejor a Aretha. Imaginó los golpes de su padre y de su marido y los
años de sufrimiento. Vale: esa voz podía servir para sanar. Pero desde el
dolor. Nada de violincitos. Fuera de la iglesia. En un giro genial, Wexler
convirtió el canto sacro de Aretha en una especie de música pagana. O al menos
contestatario. De cantarle a Dios a decirle: "¿Dónde andas? Las cosas van
mal y tú sigues callado".
“Respect”, la canción que abría I never loved a man the way I
love you (1967) (su primer disco para Atlantic) es el
ejemplo perfecto: le dio la vuelta a una canción sobre un hombre trabajador
quejándose a su señora y lo convirtió en la canción definitiva de la
reivindicación femenina; una llamada a la independencia, a la emancipación. A
encontrar ese espacio personal. Nunca se ha cantado canción más dura de manera
más amable. Ese fue parte del mérito de Wexler: la arropó siempre con el mejor
repertorio posible. James Brown, Ray Charles, los Rolling Stones, Carole King,
y, por supuesto, las propias composiciones de Aretha, que no sólo escribía sino
que producía, a pesar de no estar acreditada. Son discos con pegada que no se
pueden olvidar. Canciones y canciones y canciones para ponerles un marco. Aretha
arrives (1967), Lady Soul (1968) (¿el mejor disco de soul
de la historia?), Soul'69 (1969), culminado con la grabación
en vivo del Fillmore West (Live at fillmore west, 1971) que daba cuenta
de lo mucho que nos perdimos los que no la vimos cantar.
A principios de los setenta, africanizó su imagen y volvió al gospel del
pasado en un par de discos maravillosos: Young, gifted and black (1972)
y Amazing Grace(1972), que tenían un discurso casi antropológico,
de investigación de las raíces (de África a las plantaciones). Cerró la década
aliándose con otra figura imprescindible (e igualmente dramática, Curtis
Mayfield) en el que puede ser su último gran disco, la banda sonora de la
olvidada película Sparkle (1976), en las que se aunaba la
atormentada y sexual psicodelia soul del muy sofisticado Mayfield con el
control total que Aretha tenía sobre su voz.
Los ochenta fueron, como para casi todo el mundo, la etapa más difícil.
Le pasó a Dylan y a Bowie. También a ella. Abandonada la etapa Atlantic y el
trabajo con Wexler, los discos grabados para el sello Arista en esa década son
algo descafeinados: producciones cercanas al soft pop,
limpitas-limpitas y perfectas para los créditos finales de una comedia
romántica con hombreras. Por ahí andaba Narada Michael Walden, que produjo, en
la apoteosis de su ochenterismo, Who's zooming who (1985),
donde se coló su gran éxito de esa década, grabado a medias con Eurythmics:
“Sisters are doing it for themselves”.
A partir de los 90 rentabilizó su estatus de figura mítica de la música
negra. Siguió grabando. Fue adoptada como madrina del reluciente R&B
contemporáneo, mezclándose con figuras como Lauryn Hill, P. Diddy, Mary J.
Blidge y llegó a editar el muy interesante A rose is still a rose (1998)
un disco de ¿acid rap? que demuestra una vez más la grandeza de su figura. Fue
incluso capaz de hacer algo que está al alcance de muy pocos: cantar buenas
versiones de los Beatles.
Aretha es la historia de la América negra. Cantó en el funeral de Martin
Luther King. En las preinauguraciones de Carter y Clinton. En la inauguración y
en la Casa Blanca con Obama. Nació en Memphis, la ciudad de la música. Como
Elvis, Johnny Cash, Roy Orbison o Alex Chilton. Se crió en Detroit, la ciudad
del motor, donde también murió. Y cantó durante décadas sobre el dolor a través
de la alegría.
© Letras Libres
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