Oscar Centeno y una página de Gloria |
La puerta de servicio de los ministerios tiene en general
una cerradura muy atractiva para cualquier curioso. Los mozos del Palacio de
Hacienda, donde funcionó hasta 2015 la cartera de Planificación Federal,
recuerdan todavía el sobrenombre clandestino con que se referían a Julio De
Vido. Le decían "el Dios". Todavía proliferan bromas entre ellos.
Recuerdan, por ejemplo, las tardes en que alguno tenía que correr hasta un
local de Valenti a comprar lo que ellos llamaban "la merienda del
Dios".
La orden que les daba el jefe de la custodia de entonces
completa la alegoría: les pedían no mirar a la cara al arquitecto. El principio
viene del Pentateuco: lo primero que hizo Moisés sobre el monte Sinaí al
escuchar que se le hablaba desde una zarza ardiente fue cubrirse el rostro.
Temía mirar a su interlocutor cara a cara. Los empleados acataban la
recomendación.
Ese universo de planta permanente recuerda muy bien a Oscar
Centeno, el chofer que acaba de conmover al mundo de la obra pública con sus
revelaciones por escrito. Es cierto que hay conductores de bajo o alto perfil.
Centeno -"el Negro", "Oscarcito", según quien lo llamara-
era discreto. No tenía el porte jactancioso de muchos de sus colegas,
habituados a circular a 80 o 90 km/h por las calles de Buenos Aires saltando
semáforos, escoltados en general por motos y autos laderos de custodia,
atropellos que, alguna vez, en Puerto Madero, terminaron en accidente. De Vido
fue el gran protagonista de esos recorridos durante 12 años, siempre acomodado
con su kit apto para diabéticos: una botellita de agua, tiras de insulina y
pastillas DC.
El Ministerio de Planificación era, hasta la muerte de
Kirchner, el área más sensible y relevante de la administración. Un ámbito
hermético donde solo gravitaban los de confianza. Luego de un primer matrimonio
que duró unas pocas semanas, Roberto Baratta, se casó con una colaboradora de
De Vido. Antes que para él, Centeno había trabajado como chofer de la madre del
entonces ministro. El chofer, un exsargento de Arsenales del Ejército, conocía
al detalle esos movimientos de los que, recuerdan sus excompañeros, anotaba
absolutamente todo. Para quién o para qué lo hacía sigue siendo un misterio. Su
exmujer acaba de decirle a la revista Noticias
que el objetivo era reunir información capaz de extorsionar por trabajo cuando
quedara desempleado. Centeno lo consiguió, no está claro si por persuasión o
coacción: desde octubre del año pasado trabajaba para Patricio Mussi,
intendente de Berazategui, el jefe comunal más cercano que tiene el exministro
de Planificación.
Es ese pacto de complicidades lo que se empezó a
resquebrajar ahora, con la revelación de Diego Cabot y la causa que está en
manos del juez Claudio Bonadio. Algo esperable dado el tiempo que pasó y la
prisión preventiva del jefe. Ya desde hacía algún tiempo, en el entorno de De
Vido se venían quejando de la caída de ciertas lealtades. La de José María
Olazagasti, por ejemplo, el exsecretario privado y exmiembro de la AFI a quien
percibían últimamente ausente y demasiado abocado a su nuevo emprendimiento, la
organización de recitales. Pero Baratta siguió siempre fiel y, según sus colaboradores,
es muy probable que se mantenga así. Solo lo será con su jefe: "No va a
salvar a nadie que no sea Julio", anticipan.
Es un pronóstico inquietante no solo para la clase política,
sino para el establishment argentino entero, el sector donde los escritos de
Centeno resultan más verosímiles. Son ellos los que más han interactuado con
Baratta, a quien le tienen menos afecto que a De Vido porque en general los
trataba como si fueran empleados. Años antes de morir, Fausto Maranca, el
hombre que trajo el GNC a la Argentina, se sorprendió por el CV de un
desempleado que había ido a visitarlo "de parte de Baratta". Como el
postulante no había mostrado casi ninguna calificación para puestos de la
empresa, Maranca le hizo saber la situación y la dificultad al funcionario, que
por un momento dijo no recordar que le hubiera mandado a nadie. Pero fue solo
una primera reacción. Momentos después, cuando el empresario avanzó en los
detalles del CV, Baratta cayó rápidamente en la cuenta. "¡Ya está: es el taxista!",
recordó. Se había tomado un taxi y, ante el descontento laboral del chofer, le
había ofrecido una oportunidad en una empresa amiga.
Esa familiaridad con el sector privado no solo fue extensa,
sino que cobijó todo tipo de favores. Es imposible que, si avanza en serio, la
investigación no roce también a empresas del grupo Macri, uno de los de mejor
relación con el kirchnerismo. No hay contratista que no haya interactuado en
los últimos años con el poder del mismo modo en que lo dictaban esas antiguas
reglas. "Están muy asustados, sí", admitió a este diario el dueño de
una pyme cuando se le preguntó por sus pares de la Cámara Argentina de la
Construcción.
La ruptura de ese paradigma sería toda una novedad en la
Argentina, el país más rezagado en los reverberos del Lava Jato. Ayer, después
de meses de discusiones, el Ministerio Público Fiscal firmó con las autoridades
de Brasil el pacto judicial que le permitirá acceder a las pruebas y
revelaciones logradas en la investigación que encabeza el juez Sergio Moro. La
ley del arrepentido, sancionada hace un año y medio por el Congreso argentino,
será seguramente una herramienta indispensable para avanzar. Es lo que parece
haber interpretado Bonadio, que ayer rechazó las excarcelaciones de los
empresarios detenidos: Juan Carlos de Goycoechea (Isolux), Carlos Wagner
(Esuco), Héctor Javier Sánchez Caballero (Iecsa), Gerardo Ferreyra y Jorge
Neira (Electroingeniería), Armando Loson (Grupo Albanesi), Claudio Javier
Glazman (Sociedad Latinoamericana de Inversiones) y Carlos Mundin (BTU).
El escenario representa además una oportunidad de
reivindicación para Comodoro Py. A diferencia de los jueces argentinos, Moro es
aplaudido en shoppings y restaurantes. Su receta ha sido aplicar una premisa
que adquirió estudiando las detenciones de la Tangente de la Italia de los 90:
el hombre de empresa suele colaborar con la Justicia con mayor celeridad que el
político porque en general tiene la piel menos curtida. Un empresario preso
sería además la señal de que ha comenzado a depurarse ese elenco estable y
necesario para la corrupción, que, en general, ha tenido aquí una impunidad más
duradera que la del político.
Es cierto que la diferencia entre unos y otros parece solo
de plazos: el modo más inteligente de ejercer un poder, grande o pequeño,
público o privado, será siempre con la certeza de que termina algún día. Tarde
o temprano la zarza se apaga.
© La Nación
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