Algunos apuntes sobre las demoras y el uso del tiempo.
Por Cristian
Vázquez
1
En una conferencia en la que estuve hace poco, la expositora preguntó al
auditorio quiénes tenían más de cuarenta años, y luego, a quienes habíamos
levantado la mano, si recordábamos cuánto tardaba el disco del teléfono en
volver a su lugar después de que marcáramos el cero para hacer una llamada.
Yo
lo recordaba, por supuesto, aunque esos teléfonos siempre fueron para mí
públicos o ajenos: cuando hubo uno en mi casa por primera vez ya tenía teclado
(y yo tenía dieciocho años). Me sorprendió tomar conciencia de que llevan
largos años siendo adultas personas que nunca giraron un disco con agujeritos
para hacer una llamada.
Lo que la ponente quería destacar era que, si hoy en día tuviéramos que
tardar tanto tiempo para hacer una llamada, acostumbrados como estamos a que
nos baste con tocar dos botoncitos en el celular, nos pondríamos ansiosos. Nos
sucede cuando una aplicación tarda un par de segundos de más en abrirse o una
web en cargar, o cuando no nos responden de inmediato un mensaje, o cuando nos
quedamos sin señal y no podemos consultar las noticias del último minuto. Qué
digo minuto: de los últimos quince segundos.
No podemos perder tiempo, al parecer. Ni un solo instante. No siempre,
desde luego, las cosas fueron de este modo.
2
Hasta hace unos cuantos siglos, el mundo era tan vasto que las noticias
de las regiones alejadas tardaban meses o años en llegar; acaso no llegaban
nunca. Quizá quien mejor lo comprendió fue Kafka. En su relato “La edificación
de la muralla china”, el narrador habita una aldea cuyos pobladores solo
piensan en el Emperador. Pero “no en el Emperador actual; para ello tendríamos
que saber quién es o algo determinado sobre él. Hemos tratado siempre (no
tenemos otra curiosidad) de conseguir algún dato, pero, por raro que parezca,
nos ha resultado casi imposible descubrir algo”.
“Además, aunque nos llegaran noticias, nos llegarían atrasadas, absurdas
—añade el texto—. Emperadores muertos hace siglos suben al trono en nuestras
aldeas y la proclamación de un emperador que solo perdura en las epopeyas fue
leída frente al altar por un sacerdote”.
Para que la postergación sea infinita, como corresponde a Kafka, si
“alguna rarísima vez” un funcionario imperial llegaba a la aldea y daba
noticias del Emperador, los vecinos no le creían. “Ese emperador ha muerto hace
tiempo —pensaban—, la dinastía se ha extinguido, el señor funcionario nos está
gastando una broma”. Para no ofenderlo, no se daban por aludidos, pero seguían
convencidos de que solo acatarían al Emperador actual, aunque su identidad y
sus órdenes les fueran perfectamente desconocidas.
3
No eran las enormes distancias, sin embargo, la única causa de estos
desencuentros. También los cambios demasiado veloces sumen en la obsolescencia
las noticias recientes. ¿Y en qué otras circunstancias los cambios son tan
rápidos como en una batalla? Dejemos que nos lo describa Tolstói en Guerra
y Paz:
“Desde el campo de
batalla galopaban continuamente hacia Napoleón los ayudantes que él había
mandado y oficiales de órdenes de sus mariscales, que le traían informes sobre
la marcha de los acontecimientos. Informes que eran falsos en su totalidad,
pues en plena batalla es imposible decir qué ocurre en un momento determinado,
además de que muchos de aquellos ayudantes no llegaban al verdadero terreno del
combate, sino que transmitían lo que habían oído a otros, y aparte de que,
mientras recorrían los dos o tres kilómetros que los separaban de Napoleón, las
circunstancias habían cambiado y la noticia que llevaban ya era falsa […] Guiándose
por esos falsos informes, Napoleón daba órdenes que ya habían sido cumplidas
antes de que él las hubiera dado o que no podían llevarse a cabo”.
4
Se me ocurre un ejemplo actual, relacionado con algo que no tiene que
ver con emperadores ni con batallas (o quizá sí): el fútbol. Existe en el
fútbol una regla llamada fuera de juego, u offside; no la
explicaremos aquí por falta de espacio, pero digamos que depende de la posición
de algunos jugadores en un momento específico del juego: el instante en que otro
jugador, a menudo alejado de los primeros, lanza el balón. Tal regla depara
varios errores en cada partido, pese a que existen dos árbitros asistentes (los
antes llamados jueces de línea) que están casi exclusivamente para su sanción.
El español Francisco Belda Maruenda, médico y entrenador de fútbol,
lleva casi treinta años empeñado en que el fuera de juego deje de existir, ya
que —afirma— su correcta aplicación es imposible. Ha publicado artículos en revistas científicas para
demostrarlo. Lo que explica es básicamente lo siguiente: las acciones
fisiológicas y neuronales que una persona debe efectuar para captar y procesar
toda la información necesaria para determinar la existencia o no del offside requieren
un mínimo de 140 milisegundos. Es decir, la séptima parte de un segundo.
Un séptimo de segundo es muy poco tiempo, está claro. Pero si un cuerpo
se desplaza a unos 25 kilómetros por hora —una velocidad más o menos normal
para un futbolista profesional— en un segundo avanza más de 7 metros. Por ende,
en un séptimo de segundo se mueve más de un metro. Si dos jugadores corren a
esa velocidad en sentido contrario, en un instante estarán en la misma línea
(imaginaria); un séptimo de segundo después, cuando el juez por fin los ve, hay
entre ambos más de dos metros de distancia. No es humanamente posible cobrar
bien ese offside. Solo una máquina, como en los videojuegos, podría
lograrlo. Todavía el famoso VAR no tiene tantas atribuciones.
5
Todo esto recuerda el apartado de la física que habla de la relatividad de la simultaneidad: no se
puede decir en sentido absoluto que dos acontecimientos hayan ocurrido al mismo
tiempo en diferentes lugares, pues siempre depende del lugar y del movimiento
del observador. También recuerda a Aquiles y la tortuga y la posibilidad de
dividir el tiempo en fracciones cada vez más pequeñas, intrascendentes de tan
fugaces en la vida cotidiana, pero que pueden tener su importancia en
determinados contextos.
Pero también recuerda otra cosa, quizá la que más conviene tener en
cuenta. Old Bailey es como se conoce en la actualidad al Tribunal Penal Central
de Inglaterra y Gales, ubicado sobre la calle llamada así, en un escrupuloso
barrio londinense; hace un cuarto de milenio funcionaba allí una famosa cárcel
que Dickens, en Historia de dos ciudades, describió de esta forma:
“La prisión era un
lugar infame, en el cual se desarrollaban las enfermedades con una facilidad
pasmosa y, a veces, no solamente hacían presa de los encarcelados, sino que,
incluso, se adueñaban del mismo presidente del Tribunal. Más de una vez el juez
pronunciaba su propia sentencia y moría mucho antes que el pobre hombre a quien
acababa de condenar a muerte”.
La sentencia del juez —como las noticias del Emperador chino, como las
órdenes de Napoleón, como el banderín del juez de línea— llegaba tarde. Por
otra causa, la más terrible de todas: como escribió Cortázar, allá en el fondo
está la muerte. Conviene no olvidarlo. Aunque la tecnología nos acerque las
noticias de los últimos quince segundos, aunque nuestra voz pueda llegar casi
de inmediato hasta un aparatito que alguien tiene en el bolsillo en el otro
extremo del mundo, allá en el fondo está la muerte. A mí, al menos, me viene
bien recordarlo cada tanto. Me hace pensar en cómo aprovechar mejor el tiempo
que gano al no tener que esperar que, después de marcar el cero, el disco del
teléfono vuelva a su posición.
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