Por Arturo Pérez-Reverte |
Todo fue a más con el paso del tiempo: palizas,
maltrato verbal, reproches que ella encajaba con sumisa resignación. Qué otra cosa
podía hacer, me cuenta. Estaba educada para eso. Para aceptar que él tenía
razón porque traía el dinero a casa, y yo no era nadie: la que cocinaba,
planchaba y paría hijos. En plural, pues ya teníamos el segundo. La que lo
necesitaba a él para vivir, y le estaba obligada en todo. ¿Dónde iba a ir, si
no? Sin él no era nada. Eso era lo que yo misma me decía mientras soportaba
aquello. Él me daba un hogar, y sin él no era nada.
Asun recuerda todo eso por algo que ocurrió hace
unos días. Y para entenderlo hay que saber lo que le pasó antes. Yo sé lo que
pasó, pues la conozco hace veinticinco años, así que no necesito que me lo
cuente otra vez. Sé del infierno que vivió atemorizada, indecisa, atrapada en
la trampa sin poder, o creyendo que no podía, valerse por sí misma. Denunciar a
un marido, en aquel tiempo y en su ambiente, era algo impensable. O dejarlo. Ni
se le pasaba por la cabeza. Incluso creía, de buena fe, ser culpable de cuanto
ocurría. Hasta que al fin, después de otra paliza, incapaz de soportar más,
cogió a sus dos hijos pequeños y se fue. Primero al pueblo, con sus padres.
Después buscó una casa y un trabajo. Algo humilde, claro, pues a los veintiocho
años no tenía preparación para nada, o eso creía ella.
Hizo un poco de todo. Fregó suelos, lavó platos,
sirvió en cafeterías, pintó paredes. Poco a poco fue pagando el alquiler, la
luz, el agua, las cosas de los críos. Empezó a salir adelante. Llegaba a casa
destrozada a las tantas, y entonces se ocupaba de lavar, planchar, cocinar para
sus hijos. Los ratos que tenía libres, agotada, se sentaba a ver Sálvame o
uno de esos programas frívolos. Era una mujer curiosa, sin embargo. No le
interesaba la política, no votaba, pero leía algunos libros, novelas sencillas
que iba alineando en los estantes de su casa. Trabajo, televisión, algún libro.
Los críos crecieron, empezaron a ser ellos mismos. También Asun creció y fue
ella misma. Afirmó sus ideas, su visión del mundo. Aprendió a gozar de la
soledad tanto como de la compañía. Tuvo un novio, buena persona, que quería
casarse, o vivir juntos, pero ella se negó. Había aprendido. Descubría
libertades insospechadas, y estaba a gusto con ellas. Nada de volver atrás.
Al fin, su trabajo se estabilizó. A fuerza de
constancia, competencia y honradez, consiguió seguridad social y salario fijo.
Una situación razonable, primero, y estable al fin, que le dio la tranquilidad
necesaria. Los hijos volaron solos. Siguió con su tele los fines de semana, con
sus novelas –románticas, históricas– de vez en cuando, siempre que no fueran
muy pesadas. Pudo ahorrar y viajó un poco. Y un día, al mirarse al espejo, se
estudió con extraña curiosidad, cayendo en la cuenta de que aquella joven
tímida y asustada, la que creyó depender de un hombre para toda la vida, hacía
tiempo que se había desvanecido para dejar sitio a la que ahora la contemplaba
desde el espejo. Una mujer distinta. Madura, serena. Libre.
Y me cuenta, al fin, lo del otro día. Cuando estaba
en su coche esperando a su hija y observó que en otro aparcado cerca un hombre
le pegaba a una mujer joven. Discutían y él le pegaba. De pronto se vio allí
otra vez, treinta años atrás. Salió del coche sin pensarlo. Salió, me cuenta,
corriendo hacia ellos. El hombre la vio venir, arrancó el automóvil y se fue
con la mujer a la que maltrataba. Y recordándolo, Asun se queda pensativa y al
fin encoge los hombros. No iba a hacerles nada, dice. Sólo quería contarle algo
a ella, a la mujer. Asomarme a la ventanilla y decirle: «No pasa nada, vete. No
tienes por qué aguantar. Te aseguro que no pasa nada, de verdad. Si de verdad
quieres, puedes irte. Yo lo hice, y te juro que se puede».
Tras contármelo, Asun encoge otra vez los hombros.
Siente no haber llegado a tiempo para decir eso a la mujer: «No pasa nada,
chiquilla, se puede. No es el fin del mundo, sino el principio del mundo».
Después me mira y mueve la cabeza. «Lo mismo puedes escribirlo tú, ¿no?… Puede
que así lo lea ella, o alguna otra. Quizá de esa manera oigan lo que quise
decir».
Y bueno. Aquí me tienen ustedes. Escribiéndolo.
© XLSemanal
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