Por James Neilson |
Si, como dicen quienes lo acusan de cometer un error no
forzado tras otro, el presidente Mauricio Macri desprecia “los códigos de la política”,
es porque atribuye a la cultura que los engendró los casi cien años de fracasos
que, para perplejidad de medio mundo, ha protagonizado la Argentina. Será por
tal motivo que se resiste a prestar atención a quienes susurran que en
ocasiones puede ser peor el remedio que la enfermedad y que, dadas las
circunstancias, le convendría postergar hasta nuevo aviso el intento de
“normalizar” el país para que, dentro de algunos años, se asemeje más a Nueva
Zelandia o Dinamarca.
Parecería que tales personajes creen que la Argentina es tan
corrupta e inflacionaria que los males que la caracterizan están impresos en el
ADN nacional y que tratar de eliminarlos sería suicida.
Es lo que insinúan tanto aquellos que nos advierten que la
purga de una multitud de malandras de diverso tipo que está en marcha podría
tener consecuencias económicas nada felices, sobre todo en el ámbito de la obra
pública en que operan los prohombres de la patria contratista, como los
convencidos de que la sociedad sencillamente no está en condiciones de soportar
un ajuste auténtico sin recaer en el populismo vengativo. Desde su punto de
vista, el Gobierno debería dejar las cosas más o menos como están hasta que,
cuando haya más tranquilidad y la economía esté avanzando a todo vapor, pueda llevar
a cabo las reformas que cree imprescindibles sin perder el apoyo popular.
¿Son realistas quienes piensan así? Sólo en el cortísimo
plazo. Permitir que por un rato los saqueadores continúen apropiándose con
impunidad de buena parte de los recursos del país, como en efecto proponen los
asustados por lo que está sucediendo, no puede considerarse una opción sensata.
Tampoco sería aconsejable intentar convivir por más tiempo con una tasa de
inflación en aumento constante, lo que sería el caso si el Gobierno se negara a
tomar ciertas medidas muy ingratas con el propósito de frenarla.
Es que los dos fenómenos que tanto han contribuido a
empobrecer la Argentina son dinámicos. Aun cuando no sean tan grotescamente
avaros como el ex presidente Néstor Kirchner, que abrazaba las puertas
blindadas de bóvedas como si fueran objetos sexuales, los corruptos nunca se
conforman con poco; siempre van por todo y, desbocada, la inflación no tarda en
convertirse en hiperinflación.
Macri y quienes lo rodean rezan para que el “cambio
cultural” de que hablan los optimistas sea una realidad y que, por fin, la
mayoría o, por lo menos, una minoría sustancial, haya entendido que, por
doloroso que sea, el programa de reestructuración que han emprendido es
necesario. Con todo, aunque hay un consenso en el sentido de que robar es malo
y que en su estado actual la economía no es viable, es una cosa reconocer que,
sin reformas drásticas, a la Argentina le aguardaría un futuro parecido al
aterrador presente venezolano, y otra muy distinta resignarse a figurar entre
los perdedores.
Por desgracia, muchos miles de beneficiados por el orden que
los macristas más resueltos quisieran desmantelar están estratégicamente
ubicados en el Congreso, las agrupaciones partidarias, la administración
pública, las fuerzas de seguridad, la gran familia judicial y, desde luego, el
mundo empresario. Por razones comprensibles, los corruptos suelen ayudarse
mutuamente, con la esperanza de que, andando el tiempo, puedan dominar todos
los sectores significantes, creando así lo que los especialistas en temas
vinculados con la decadencia sociopolítica llaman una cleptocracia (un gobierno
de ladrones) o, en casos extremos, una kakistocracia (uno de los peores).
Puede que los productos más lúcidos del sistema perverso que
hace apenas tres años estuvo en un tris de consolidarse sepan muy bien que el
orden con el que están comprometidos es incompatible con el desarrollo
socioeconómico, pero ello no quiere decir que estén dispuestos a ayudar a
desguazarlo. Al fin y al cabo, se trata no sólo de su propia autoestima,
bienestar y, tal vez, libertad, sino también de los de sus familiares, amigos y
clientes.
De más está decir que entre los más reacios a colaborar con
la lucha contra la corrupción, que cobró fuerza de golpe merced a la difusión
del contenido de los cuadernos más famosos de la historia del país, están los
senadores peronistas. No les gustaría para nada verse privados de los fueros
que, debidamente fortalecidos, sirven para mantenerlos por encima de la ley, de
ahí su negativa inicial a permitir el allanamiento de las propiedades de la
senadora Cristina en busca de evidencia que podría causarle más dolores de
cabeza. Según los juristas y constitucionalistas, los fueros parlamentarios
existen para que los legisladores puedan opinar libremente, sin correr el
riesgo de ser procesado por difamación, pero los así privilegiados se las han
arreglado para ampliarlos hasta tal punto que, conforme con la doctrina
reivindicada por el senador Miguel Ángel Pichetto, permanezcan intocables
mientras no haya una sentencia judicial firme en su contra.
Además de temer perder la inmunidad presuntamente
conquistada, los peronistas quieren mantener abiertas todas las opciones.
Ninguno ha olvidado que, hasta diciembre de 2015, los líderes del bloque
calificado de “racional” por el oficialismo respaldaban al gobierno
kirchnerista con lealtad conmovedora, para entonces independizarse por razones
que tenían menos que ver con sus eventuales reparos éticos que con la sospecha
de que la señora se había transformado en piantavotos.
Por si acaso, los peronistas están acostumbrados a dividirse
en momentos difíciles a fin de prepararse para enfrentar cualquier
eventualidad; una vez aclarado el panorama, cierran filas nuevamente detrás de
un cacique –derechista, izquierdista, centrista, lo mismo da–, que a su
entender será capaz de ganar las elecciones venideras. Es de suponer, pues, que
la conciencia de que a pesar de todo Cristina sigue siendo más popular que
cualquier otro presidenciable peronista y que por tal motivo sería prematuro
separarse definitivamente de ella, incidió en una decisión que enojó
sobremanera a quienes creen en la igualdad de “todos y todas” ante la ley y
que, a través de los medios sociales, organizaron las imponentes
manifestaciones de #21A para pedir el desafuero definitivo de la dama, lo que
con toda seguridad le significaría la cárcel.
La historia del país se ha visto marcada por movilizaciones
masivas. Las más importantes, como la del martes pasado, fueron espontáneas
pero otras, las más frecuentes, merecieron calificarse de postizas, por decirlo
así, puesto que para hacer número agrupaciones políticas y sindicatos
invirtieron muchísimo dinero para fletar miles de micros a fin de llevar a la
gente a los lugares de concentración.
De todos modos, los integrantes de la clase política
tradicional se equivocarían si trataran la de #21A como una manifestación
rutinaria equiparable con las organizadas por pesos pesados sindicales como
Hugo Moyano. Si bien las encuestas nos informan que Cristina sigue conservando
un nivel envidiable de apoyo popular en las zonas más degradadas del conurbano
bonaerense, al tomar conciencia de los costos para el país de más de diez años
de saqueo sistemático del dinero que, en teoría por lo menos, era de todos, los
inmunes a sus encantos se sienten cada vez más indignados por la corrupción de
la que es el símbolo máximo.
Corrupción e inflación van de la mano. Además de brindar
oportunidades para lucrar, la inestabilidad financiera obliga al gobierno de
turno a tratar de congraciarse con sujetos inescrupulosos que, de quererlo,
podrían hacerle la vida imposible.
Para defenderse, los ladrones K y sus muchos simpatizantes
están procurando aprovechar el malestar que están provocando los primeros
ajustes antiinflacionarios con la esperanza ya de derrocar a Macri, ya de
forzarlo a pactar. Los más maquiavélicos intentan convencerlo de que sería de
su interés que Cristina siguiera figurando como su contrincante principal y que
por lo tanto le correspondería brindarle cierta protección.
Lo que menos quieren los corruptos y sus amigos es que el
país reanude el crecimiento; los privaría del apoyo que confían en conseguir de
los que hasta hace poco suponían que el rumbo elegido por el Gobierno era el
indicado pero que, a causa de la abrupta devaluación del peso decretada por los
mercados y la suba generalizada de precios que la corrida resultante ocasionó,
se sienten tan defraudados por lo sucedido que fantasean con regresar al país
de antes en que les era más fácil llegar a fin de mes.
Por su parte, Macri no puede sino esperar que la ofensiva en
contra de la corrupción sea la base de un nuevo relato que contribuya a hacer
menos angustiosa la situación económica que, huelga decirlo, se vio agravada
enormemente por la pérdida de los miles de millones de dólares que afanaron los
kirchneristas y, más aún, por la voluntad de los gobiernos de Néstor y Cristina
de subordinar todo a sus propias prioridades recaudatorias al repartir
contratos jugosos entre sus empleados, testaferros y empresarios venales
dispuestos a colaborar, sin preocuparse en absoluto por lo que efectivamente
harían tales cómplices, ya que lo único que querían era que continuaran
enviándoles todos los días valijas repletas de dólares, euros y otros objetos
de valor.
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