Por Gustavo González |
El otro sondeo es de D’Alessio/Berensztein.
El dato llamativo es que, cuando
se pregunta si quien organizó las coimas era la ex presidenta, el 25% de los
propios votantes kirchneristas responde que sí. Y a la pregunta de si ella
debería ir presa, es el 20% del voto K el que también dice que sí.
Por su lado, los sondeos del Gobierno
confirman que los cuadernos de Centeno no hicieron mella en su intención de
voto, que sitúan en torno al 25%.
Devoción cristinista. La pregunta que
surge es por qué, pese a tantas evidencias, hay un núcleo duro y relevante de
personas que siguen creyendo en Cristina.
Las respuestas van más allá de ella, pero no de lo que ella significa.
El peronismo, como el radicalismo, el comunismo o
el socialismo, son partidos típicos de la modernidad. Cada uno con su perfil
ideológico, representan creencias fuertes (como las religiones) y a sectores
sociales bastante bien definidos, como pobres venerando a Perón o
sectores medios a Alfonsín.
El kirchnerismo es la primera gran expresión
argentina de la hipermodernidad. Vino con el ADN peronista de la
modernidad, pero se formó en la posmodernidad noventista. Lo que resultó fue
una épica pragmática, que conserva las formas y los símbolos del relato
modernista (líder, Patria, antiimperialismo), pero cruzado con el escepticismo
y el hedonismo posmo. Retoma aquello de "primero la Patria, después el
movimiento y por último los hombres", pero sabiendo que el sacrificio
humano dejó de ser gratuito.
Cristina no es una líder del modernismo como Perón,
ni del posmodernismo como Menem. Representa a un sector hipermoderno que tamiza
las creencias absolutas de los 70 con el individualismo de los 90. Están
insatisfechos con una fiesta global posmoderna que no resultó como se esperaba.
Los beneficios no derramaron para todos, se añoran
las identidades nacionales y aparecen nuevas amenazas a la seguridad individual
y colectiva. La historia no finalizó y el futuro es incierto. La tecnología
complejizó la vida y puso en jaque al trabajo. Las comunicaciones y las redes
sociales atraviesan a todos los sectores y vuelven más difusos sus límites.
La hipermodernidad navega en esa revolución de las
alianzas sociales y políticas tradicionales y convive, como en ninguna otra era
antes, con dos nuevas clases sociales que ni el capitalismo ni el marxismo
tuvieron en cuenta.
La clase estatal. En la Argentina del
último medio siglo siempre fue importante el sector de trabajadores
vinculados con el Estado nacional, provincial y municipal. Pero sus
cantidades y proporciones son cada vez mayores. En los 70 sumaban 1.300.000
personas (5,8% de la población). Hoy la cifra del total de empleados
públicos varía según quién la audite, pero para la Asociación Argentina de
Presupuesto (ASAP) rondaría los 3.900.000. Un 8,8% de la población. Según
datos oficiales, en algunas provincias (Corrientes, Chaco, Santiago del
Estero, Jujuy, La Rioja, Catamarca y Formosa), la mayoría de su población
trabaja para el Estado.
La estatal es una clase que se caracteriza por su
dependencia de un empleador político. Por eso los cambios de signo en las
administraciones estatales suelen ser resistidos por el temor a perder el
vínculo laboral. En términos electorales significa que los votos de la clase
estatal suelen ser conservadores del statu quo vigente, cualquiera sea.
La otra característica de esta clase es que en su
interior conviven sectores económicos muy distintos, empleados de $ 20 mil con
funcionarios que ganan diez veces más, sin contar lo que pueden sumar de forma
ilícita. Por eso en los pasillos de los ministerios se mezclan empleados que
viven en villas con otros que habitan mansiones.
El kirchnerismo se nutre de esta clase estatal que
históricamente estuvo cerca de quien más la hizo crecer, el peronismo. Pero con
los gobiernos de Néstor y
Cristina esa planta se duplicó. Son millones de votos fieles con quienes les
dieron un trabajo en blanco para toda la vida y temerosos de quienes amenazan
con reducir su plantel.
La clase marginal. Es un sector que
comenzó a ser estudiado con cierta seriedad en los 60, a la par del surgimiento
de barrios precarios en torno a los grandes centros urbanos. Hasta entonces, al
marginal o “lumpen” se lo relacionaba con personas con problemas mentales o
simples delincuentes.
Pero el crecimiento exponencial de asentamientos
precarios, miseria, diferencias económicas, una sociedad de consumo tentadora y
lejana, más un narcotráfico que se presenta como solución y evasión, fueron el
motor de este nuevo sector social.
Desde lo cuantitativo y político, el marginal ya no
es marginal. Es una serie exitosa producida en la Argentina y
replicada por Netflix.
No hay una medida cierta de qué porcentaje de
población representa. Hay estudios que lo sitúan en un 19%, pero en general se
mezcla al marginal con el indigente. Y no necesariamente son lo mismo. El
marginal quebró todos sus lazos sociales de convivencia.
Políticamente, son personas que pueden funcionar
como mano de obra barata de los punteros. Para tareas que van desde ir a actos
públicos a acciones delictivas. El combo de
violencia-droga-dinero-política es el caldo de cultivo de un sector que tiene
poco para perder.
El kirchnerismo abreva en esta marginalidad
organizada por punteros que creció y convivió durante doce años con sus
gobiernos. No es un sector al que las coimas o los aprietes le generen
conflictos éticos.
Pero no son los únicos votos que conforman ese alto porcentaje de adherentes indemnes a cualquier denuncia contra Cristina.
Clases bajas y medias. Entre ellas están
los que comprueban en sus bolsillos que con ella estaban mejor. Son
pragmáticos. Integran el porcentaje que en las encuestas responde que los
Kirchner son corruptos, pero que igual votarían a Cristina. No creen que la
corrupción sea buena, pero les parece peor no poder vivir dignamente.
Y están los sectores medios, medios-altos
(profesionales, comerciantes, intelectuales) que la siguen apoyando por dos motivos.
La mayoría, según un sondeo aún no difundido de una de las consultoras más
prestigiosas, lo hace porque no cree en las denuncias. Dicen que es una patraña
armada por macristas, jueces y medios.
A estos se les agregan quienes aceptan la
corrupción como un mal necesario de un país que no tiene blanqueado su sistema
de financiamiento partidario. Y los que piensan que fue Néstor el responsable,
no Cristina.
Todos esos sectores que integran el tercio de
población que volvería a votarla sin prestar atención a las denuncias de
corrupción tienen historias y motivaciones distintas a una mayoría que la
repudia. Representan ese "otro" al que la grieta impide
reconocer su existencia y razones. Pero son producto, ellos y los demás, del
mismo país y de los mismos fracasos.
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Perfil.com
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