Por Natalio Botana |
Sin embargo, no hay que confundir y depositar esta variedad
de casos en un solo concepto (el más usual, creo que por pereza analítica, es
el de populismo). La cosa es más compleja, tiene grados, por ejemplo, en
materia de corrupción y reclama distinguir países y circunstancias. No es igual
la corrupción de Lula, acusado y preso por esta causa, que la presunta de
Cristina Kirchner. Compararlas, respectivamente, es como poner frente a frente
el tamaño de un arroyo con el del Atlántico sur que baña la costa de Santa
Cruz.
Por otra parte, en Brasil y en la Argentina aún no asoma el
flagelo de la tragedia humanitaria. Lo hace en cambio con furor, al proyectarse
como realidad cotidiana, en Venezuela y Nicaragua, dos regímenes que gozan, en
el plano internacional, de la protección de Cuba y China, e indirectamente de
la política exterior norteamericana, que no sabe qué hacer.
En el caso cubano, el éxito de su revolución residió,
justamente, en el maridaje de la concepción totalitaria del Estado con el
caudillaje. Sin Fidel Castro no se entiende lo que pasó ni tampoco se entiende
el régimen nepotista que estiró, en manos de su hermano Raúl, el imperio
absorbente de aquel formidable personaje. Tal vez, a la muerte de Raúl, Cuba
enfile hacia otro sistema del cual tenemos por ahora escasos indicios. No lo
sabemos.
Lo que sí sabemos, y contamos al respecto con sobrada
evidencia, es el método de regularización del régimen, que Cuba puso en
funcionamiento muy pronto, a partir de los años sesenta. Mientras las más
crudas expresiones de este tipo de regímenes en otros países regularon su
dominación merced a la matanza en masa dentro de sus fronteras, en Cuba se
aplicó otro método que consistió en expulsar a la población disidente hacia los
Estados Unidos, Este no fue, por cierto, el único destino; pude conocer en
Europa, muy temprano, a jóvenes cubanos que esperaban regresar en poco tiempo a
su casa. Una ilusión vana a medida que se sumaron, en toda una vida, los años
del destierro.
Costaba imaginar entonces que el método se repetiría a una
escala aún más impresionante. El caudillaje de Chávez en Venezuela, sucedido
por el de Maduro, no ha logrado todavía efectuar una reducción total de los
poderes sociales a la unidad del Estado, pero ha tenido el extraño y mortal
empeño de combinar un autoritarismo con pretensiones totalitarias con la
anarquía y la pulverización de la economía.
El resultado de este increíble experimento del maltrato
humano está a la vista: casi dos millones y medio de venezolanos (el 10% de la
población), jóvenes y viejos, familias enteras, huyen del hambre y de la
opresión, peregrinando por el continente. Es la extenuante marcha de la
desesperación en Brasil, Colombia (la más afectada), Perú, Ecuador, hasta
llegar a nuestro país. El desborde demográfico tiene, lamentablemente, efectos
ambiguos. En los países receptores cunde el temor ante tamaño éxodo, las
autoridades en fronteras porosas no saben cómo responder y, para peor, se
producen reacciones xenófobas de las que Europa ya ofrece un triste testimonio.
¿Tiene salida una situación de estas características? La
lección cubana respondería afirmativamente, en la medida en que esa feroz
sangría de población concluya disminuyendo las demandas de una ciudadanía
anestesiada por una escasez pavorosa y las provenientes de unos partidos de
oposición de más en más acorralados por el poder.
Las imágenes que recibimos a diario, de seres demacrados por
el hambre y la desesperación, podrían repetirse en menor escala en Nicaragua.
Ya Costa Rica, la ejemplar democracia centroamericana, está sufriendo la
presión demográfica en sus fronteras, mientras en Nicaragua no cesan las
rebeliones juveniles que afrontan muerte y represión.
Ante este panorama es posible sugerir la hipótesis de que el
caudillaje latinoamericano adopta rasgos comunes en diferentes contextos. No
importa el tamaño del territorio o el volumen de la población. Importa, antes
que nada, conservar a rajatabla la matriz de esta clase de dominación:
personalismo, reeleccionismo si es necesario, desprecio por las reglas
republicanas de la alternancia y, para coronar el edificio, sobre una
humillación de las libertades públicas, el férreo control que el nepotismo
ofrece a futuro.
Ya se trate del hermano como cabeza sucesoria en Cuba o de
la esposa, Rosario, en la Nicaragua de Ortega, el mecanismo de sujeción es
semejante. La excepción a esta última regla es Venezuela. Sin tener relación
familiar con Chávez, el sucesor designado por el caudillo para proseguir con
sus mismas artes pretende adquirir el atributo de la identificación con el
héroe supremo, en un escalón más modesto pero no menos intemperante. Tras estas
escenografías que alguna vez deslumbraron a las multitudes mientras escuchaban
lo que Popper llamaría palabras oraculares, se esconde, antes y ahora, la trama
profunda del poder militar. Este resorte vital del caudillaje recorre nuestros
siglos de vida histórica.
Los recorrió sin duda en el siglo XIX, cuando en general,
sin ser militares de profesión, los caudillos se vestían con uniformes
rutilantes y abundantes juegos de medallas; los recorrió nuevamente en el siglo
XX cuando surgieron en la Argentina y Brasil liderazgos populares de origen
militar que despertaron, en un marco autoritario, notables procesos de inclusión
social; y lo siguen recorriendo en las primeras décadas de este siglo.
El aparato militar, como forma de control de la disidencia
es pues decisivo. Desde luego, el caudillaje latinoamericano no descansa
exclusivamente sobre las bayonetas. Dispone, por cierto, de otros recursos,
aunque en Venezuela parece que ya están exangües. Pero, en última instancia, el
uniforme, los borceguíes, las pistolas y las ametralladoras son condimentos
indispensables. El caudillo los lleva puestos, los usa en la escena frente al
público o en bambalinas, otorgándoles a los uniformados parcelas del manejo del
Estado. Por lo demás, los privilegios, la corrupción y las prebendas aceitan
esta máquina.
Por tanto, no hay caudillaje sin un poder militar que lo
respalde. Cuando ese poder se resquebraja y la obediencia cesa, el caudillaje
pierde sustento y se apoya tan solo sobre la aceptación popular. La crisis
sobreviene en momentos críticos, como el que actualmente soporta Venezuela, en
que el descalabro económico carcome la adhesión social.
Queda entonces de pie, y no se sabe hasta cuándo, el poder
militar. Esto los hermanos Castro lo entendieron muy bien; siempre lo tuvieron
amarrado. Por ahora, así también lo entiende el poder militar en Venezuela y en
Nicaragua. Pero de su mayor o menor lealtad dependerá el destino de esos
caudillajes, a no ser que renazca un espíritu de compromiso capaz de pactar una
transición pacífica hacia mejores horizontes.
© La Nación
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