Por Isabel Coixet |
Uno de los
mayores temores de los esclavos que se hacinaban en este lugar era la arbitrariedad
con que eran separados de sus familias. Ya en el momento de la venta, ese temor
estaba presente. Pero aun cuando los traficantes de esclavos con frecuencia
vendían familias completas a los amos de las plantaciones, una vez llegados al
lugar, podían separarlas fácilmente en el momento en que algún miembro de la
familia se rebelara o simplemente en el momento en el que el amo necesitara
dinero. No hay que ser muy listo para ver que ahora mismo, 180 años después,
bajo otras circunstancias, los inmigrantes son separados de sus hijos de una
manera completamente arbitraria y sin que ni siquiera haya un registro de esos
niños, que nadie sabe si podrán volver a reunirse con sus padres.
Pero los paralelismos con el ahora no terminan
aquí. Cualquier estadística actual en cualquier disciplina demuestra la brutal
diferencia de trato que recibe la población negra (eufeimísticamente llamada
‘afroamericana’). Desde la educación primaria al acceso universitario, sanidad,
justicia, artes, espectáculo, política. Ni siquiera el hecho de contar con un
presidente de color ha cambiado significativamente un hecho que salta a la
vista: ser negro en este país es un oficio de alto riesgo y, de una manera o de
otra, no se sale indemne. Y cuando tienes un amigo negro que te habla de su
experiencia cotidiana, te invade una sensación de vergüenza y horror
difícilmente explicable. Cada persona negra asesinada por la Policía aumenta un
grado más el temor atávico que uno siente sólo por el hecho de ser de color.
Pasear por la noche en un barrio desconocido, pararte a mirar el teléfono para
ver dónde está la parada más cercana de autobús y que una luz roja que
podría ser de un coche de Policía te haga buscar inmediatamente un refugio para
esconderte es algo que a mí no se me ocurriría, pero que es parte intrínseca de
la vida del 15 por ciento de la población de este país. Que te resulte más
difícil todo: desde encontrar un taxi hasta que te reciban para abrir una
cuenta corriente, o que te sigan por una tienda de ropa para cerciorarse de que
no robas. Que el presidente de tu país no tenga ni un asesor de tu color. Que,
aunque seas un atleta reconocido, se te ‘vilifique’ porque te niegues a cantar
el himno de tu país en protesta por la situación que gente menos afortunada que
tú está viviendo: todo el sistema está montado para recordarte que, aunque la
Constitución que un día legitimaba la esclavitud se cambió, tú sigues siendo un
ciudadano de tercera clase.
A la salida de la Plantación Whitney encontramos
una escultura compuesta por 120 cabezas de cerámica suspendidas de 120
soportes. Evocan una rebelión que ocurrió en 1811 cuando 120 esclavos huyeron
desde plantaciones de la zona a Nueva Orleans. Fueron acorralados por un
batallón de soldados, capturados y degollados. Sus cabezas estuvieron expuestas
allí largo tiempo como advertencia. Cuando corre el viento, las cabezas se
mueven y producen un sonido estremecedor. Por unos instantes, el terror de cada
uno de esos esclavos es el nuestro.
© XLSemanal
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