El
presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, en Caracas con el presidente
venezolano,
Nicolás Maduro, en marzo de 2018. (Foto/Cristian Hernández-European Pressphoto Agency) |
A mediados de julio de este año, el Foro de São Paulo, la
plataforma que reúne a los partidos de izquierda de la región, tuvo su
encuentro más reciente. Al final del evento, en La Habana, los participantes
firmaron una declaración que puso en evidencia una de las fallas cruciales de
la izquierda: se respaldó a los gobiernos de Venezuela y Nicaragua, que
atraviesan una injustificable deriva autoritaria.
Al hacerlo, la izquierda latinoamericana mostró, una vez más, su desinterés por temas tan centrales de la vida democrática como la garantía de los derechos humanos, la transformación de las economías que dependen todavía de las materias primas y el fortalecimiento de las instituciones transparentes y autónomas.
Al hacerlo, la izquierda latinoamericana mostró, una vez más, su desinterés por temas tan centrales de la vida democrática como la garantía de los derechos humanos, la transformación de las economías que dependen todavía de las materias primas y el fortalecimiento de las instituciones transparentes y autónomas.
Una izquierda acorde a las exigencias de nuestro tiempo
podría crear un contrapeso a una derecha que, en algunos casos, ha intentado
imponer una agenda cultural conservadora. Por ello es indispensable que América
Latina tenga una izquierda democrática. Pero, lamentablemente, la región está
lejos de tenerla. Se trata de un escenario adverso para los liberales: si
queremos consolidar la vida democrática latinoamericana es ineludible tener
tanto a una derecha como una izquierda sensatas.
La región vive un auge de la derecha tecnocrática, que llegó
al poder en buena medida para poner fin a gobiernos de una izquierda
desprestigiada y, en algunos casos, enarbolando banderas conservadoras que
prometían promover los “valores familiares”. Así resultaron victoriosos
Mauricio Macri en Argentina, Sebastián Piñera en Chile e Iván Duque en
Colombia.
Aunque la derecha ha carecido de imaginación social y no es
especialmente sensible a los derechos de las mujeres y la diversidad cultural,
está asociada con el orden; lo sea o no, a menudo se le percibe como más
sensata que la izquierda en el manejo de la economía y de la gobernanza.
También, a diferencia de un amplio sector de la izquierda latinoamericana, los
gobernantes de derechas han sido firmes en condenar de manera unánime la
represión y naufragio antidemocrático de la Venezuela de Nicolás Maduro y la
Nicaragua de Daniel Ortega.
Hay algunas limitantes en la izquierda actual que tendrían
que superar por el bien de la región: insiste en una retórica beligerante y
divisionista que recuerda a la Guerra Fría, carece de suficiente audacia en el
terreno económico y hace demasiadas concesiones al autoritarismo represivo.
La izquierda latinoamericana tiene un problema de imagen y
vocabulario. Todavía se escuchan términos como “lacayos del imperio”, “OEA,
ministerio de colonias” o “derecha apátrida y racista”; y se aprecia una
nostalgia por el pasado evidenciada en la idolatría de la figura patriarcal y
autoritaria de Fidel Castro, que vimos tanto en Hugo Chávez como en José Mujica
y en Michelle Bachelet.
También se ha rehusado a abandonar una retórica
antineoliberal anquilosada. Conserva un discurso populista que apela a los
recuerdos de un pasado venturoso de Estados paternalistas, como el peronismo
argentino o el nacionalismo mexicano. Pese a su legítima preocupación por la
desigualdad, la izquierda no parece entender la economía del siglo XXI, diversa
y globalizada. Este no es el caso de las izquierdas más exitosas en el
continente: la uruguaya y chilena, que conservaron políticas “neoliberales” sin
perder su vocación social.
Una izquierda democrática tendría que entender que la
superación de la pobreza no depende del protagonismo asistencial del Estado o
de los precios de las materias primas, sino de políticas dirigidas a la
producción, el conocimiento y el desarrollo de tecnología. Del mismo modo, debe
empezar a incorporar en su proyecto económico a tres figuras que hasta ahora
han estado ausentes: el empresario, la creatividad individual y el mérito.
Por último, una fracción sustancial de la izquierda
latinoamericana no parece conceder importancia a la destrucción de las
instituciones democráticas o a la corrupción. La declaración del Foro de São
Paulo condona tanto la persecución judicial del régimen de Daniel Ortega a
opositores como la corrupción del expresidente Lula da Silva, puesta al
descubierto por la operación Lava Jato.
Esa solidaridad con líderes condenados por corrupción y con
regímenes represores —como los de Cuba, Nicaragua y Venezuela— es escandalosa.
Rechazan “de forma enérgica la política intervencionista de Estados Unidos en
los asuntos internos de la Nicaragua sandinista”, condenan “la guerra no
convencional […] aplicada por el imperialismo yanqui y sus aliados […] contra
la Revolución bolivariana” y piden a Estados Unidos “la indemnización al pueblo
cubano por los daños y perjuicios causados por más de medio siglo de
agresiones”. La declaración fue suscrita por partidos como el Movimiento de
Regeneración Democrática (Morena), ganador de las recientes elecciones en
México, y por sectores de las izquierdas uruguaya y chilena, que
tradicionalmente eran más moderadas.
Es incoherente e inmoral que la izquierda latinoamericana,
que en el pasado luchó con valentía por los derechos humanos de las víctimas de
las dictaduras militares de derecha y que aún hoy denuncia sus excesos, sea
cómplice de las atrocidades que se cometen en Venezuela y Nicaragua.
Esta es una mala noticia para los liberales de América
Latina: necesitamos una izquierda aliada con un discurso liberal y que comparta
los valores de defensa de los derechos individuales y la diversidad cultural.
Esto es de gran importancia ahora, cuando estamos presenciando ataques
xenofóbicos y una reacción conservadora a los reclamos de movimientos
feministas.
La izquierda debe sacudirse la tentación autocrática y la
retórica estancada en el pasado que le impide contribuir, junto con otras
fuerzas políticas, a combatir la desigualdad y defender la justicia y la
equidad. Esa izquierda no tiene que empezar de cero, sino volver a su tradición
histórica más exitosa: la socialdemocracia.
A mediados del siglo pasado, las medidas de la
socialdemocracia —la búsqueda de equilibrios entre mercado y Estado, la defensa
de las libertades públicas y la implementación de políticas sociales
sostenibles— ayudaron a consolidar las democracias más pujantes, fuertes y
respetuosas de los derechos humanos del planeta.
En el marco de unas instituciones democráticas sólidas y de
la realización de elecciones libres, la izquierda puede balancear el poder e
influencia de políticas conservadoras que no atiendan la injusticia social ni
los avances culturales. América Latina necesita tanto a una derecha plural como
a una izquierda democrática, alejada del autoritarismo y de la grandilocuencia
del pasado.
(*) Escritora y académica. Su libro más reciente es el ensayo “Ni tan
chéveres ni tan iguales”.
© The New York Times
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