Por Manuel Vicent |
Fue un año
indefinido del que solo recuerdo la sensación de libertad que suponía dejar
atrás por unos días aquella España de esparto y estameña y creerse libre como
un perro al que le quitan la correa y el collar. En aquel tiempo cualquier
progresista llegado a Roma tenía la obligación de visitar a Alberti o fingir
que lo había visitado en su casa de Vía Garibaldi, en el Trastevere. No fue mi
caso puesto que en ese momento yo tenía otro dios, llamado Pier Paolo Pasolini,
y mi sueño consistía en imaginar que un día podría cruzar mi campari con el
suyo haciendo sonar nuestros vidrios en el aire.
Alguien me había
contado que Pasolini solía comer en una trattoria llamada
Al Biondo Tevere, junto a la basílica de San Pablo en la Vía Ostiense. Con un
poco de suerte podría verlo escribiendo sentado en la terraza que daba al Tíber
o en su asidua tertulia con Moravia, Elsa Morante, Fellini, Sordi y Anna
Magnani. Pregunté por él a Giuseppina, la mujer de Vincenzo, el dueño, quien me
dio largas diciendo que hacía tiempo que Pasolini ya no iba por allí. Años
después, esa trattoria se convirtió en un
lugar de culto, parada obligatoria para muchos devotos de este santo laico
representado en las fotografías que cubrían las paredes, porque la noche del 2
de noviembre de 1975, antes de tomar la Vía Nazionale en sentido al Lido di
Ostia, donde fue asesinado, Pasolini se detuvo allí con su verdugo, el chapero
Giuseppe Pelosi, al que había cargado en su coche en los aledaños de la
estación Termini. El chico pidió unos espaguetis y el poeta, que ya había
cenado, se tomó una cerveza y un plátano.
2. Se dice que
no hay que morir sin haberse reflejado en los espejos biselados de todos los
cafés literarios donde se han sentado los artistas que admiras. En mis primeros
tiempos de Campari yo sufría esta devoción de la que me he curado por completo,
gracias a la aversión que llegó a producirme la figura de Hemingway como marca
turística. Así que, recién llegado por primera vez a Venecia, fui a sentarme en
la bombonera del Caffè Florian, que sigue en pie en la plaza de San Marcos
desde principios del siglo XVIII, y me tomé un campari, a la sombra de Proust,
que pasó muchas veces por allí cuando se hospedaba en el hotel Danieli. Fuera,
en la plaza, una orquestina tocaba un vals mientras la ciudad, como el Titanic, se hundía en la laguna. Entonces aún se
podía pasar la noche en un saco de dormir bajo los soportales de la plaza y
cientos de jóvenes se disponían a hacerlo como caídos en un campo de batalla
después de orinar contra las paredes de la fenecida belleza. El Campari
brillaba sobre el color de limón podrido de la ciénaga donde se ahogaba la
estética.
3. Sentado en un
viejo sillón de mimbre, en el belvedere del Grand
Hotel Villa Politi de Siracusa, en Sicilia, con los pies desnudos apoyados en
la barandilla que guarda el foso de la latomia de
Capuchinos me recuerdo con un campari en la mano leyendo El Inmoralista de Gide. Las latomias de Siracusa son las profundas galerías,
abiertas algunas a pleno sol, que dejaron las antiguas canteras de los griegos,
desde el siglo Vl antes de Cristo, de donde se extrajo toda la piedra caliza
para levantar bastiones militares, teatros, templos y los dioses respectivos.
Hoy los templos antiguos ya no existen y los dioses también han desaparecido,
pero estas grutas gigantescas poseen la sombra idealista de la que extrajo
Platón el mito de la caverna. Los salones del Villa Politi albergan los
espectros de Renan, de Maupassant, de André Gide, de personajes de la alta
sociedad centroeuropea que en el periodo de entreguerras pasearon por este
lugar una tuberculosis muy elegante, románticos exploradores del sur, todos en
busca de los últimos placeres de los sentidos bajo el fuego del siroco.
© El País (España)
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