Nuestra época está definida por la agitación y el movimiento continuo,
como mandato inapelable.
Por Jorge Freire
Hace quinientos años tuvo lugar en Estrasburgo una epidemia de baile.
Centenares de personas danzaron ininterrumpidamente durante el verano de 1518
hasta rendir el alma de puro agotamiento. Este lejano episodio, para el que en
su momento se adujeron causas astrológicas y que hoy se relaciona con una
intoxicación alimentaria, nos deja una estampa legendaria: la de un pueblo
entero ejecutando una frenética danza macabra para espantar la calamidad.
Un
dibujo que, bien mirado, prefigura la acusada propensión de muchos de nuestros
coetáneos a agitarse convulsiva y compulsivamente y que, nos guste o no, define
nuestra época.
Piensen en aquel amigo que trabaja de a sol a sol por cuatro perras y
que, en cuanto tiene una semana de asueto, se marca un viaje exprés a Birmania
“porque hay que moverse”; o en aquel otro que, espoleado por algún aldabonazo
infantil, acomete la repetina tarea de “perseguir sus sueños” por medio
del trail running y, de un día para otro, se consagra a la
fiebre maratoniana y a la pulsión agónico-deportiva. Suelen ser aquellas
personas que frecuentamos con más cautela porque llevan la diversión colgada
del cuello, como si de una piedra de molino se tratase, y su presencia nos
resulta extenuante.
La décima carta del Tarot se titula “La rueda de la fortuna”. En ella,
una esfinge trepa por los cangilones de la rueda, otra baja y una tercera se
mantiene en medio. Si uno se fija, advierte que en realidad no se agarran a la
noria, que flota sobre el mar, sino que más bien la mantienen en marcha con su
movimiento. ¿Se hundiría si dejaran de girarla? Diría que una de esas esfinges
tiene la enigmática expresión de mi amigo David al comunicarme que se marcha a
Macao, aprovechando sus quince días de vacaciones, para realizar una modalidad
“extrema” de bungee jumping: sonríe con la boca y sufre con los
ojos.
Un poema de Bousoño invitaba a “entender la sabiduría / inmortal de
quedarse quieto”. De eso, precisamente, se trata. ¿Quién es hoy
capaz de franquear la habitación de Pascal y permanecer un rato a solas con sus
pensamientos?
Puede que lo aquí expuesto me valga la acusación de cascarrabias. Hay un
cierto tipo de invectivas que, según Orwell, recuerdan a la reacción del
anciano irritable que es importunado por un niño ruidoso: lo mira de hito en
hito y le pregunta, desconcertado, por qué no permanece quieto como él. Mi
crítica no es, en cualquier caso, cruenta. El individuo agitado no conoce las
virtudes, pero como producto de la sociedad hedonista, adolece de vicios que
son, como mucho, pecadillos veniales. Ajeno a la ebriedad y la voluptuosidad,
solo le queda el aturdimiento del botellón y las fatigas de la erotomanía. Una
generación resuelta a emprender tareas ímprobas como “acumular experiencias”
o compartir, en modo intransitivo, es esencialmente inofensiva.
No hay bálsamo de Fierabrás que cure ciertos males, pero no pocos
dolores se verían aliviados si comenzásemos por, como diría Séneca,
“sostenernos sobre nuestras propias piernas”. Pisar fuerte en el sustrato
del hic et nunc es, seguramente, la única medicina posible
para el Homo Agitatur. La expectación y la anticipación, males congénitos de
todo aquel que se ve proyectado en el futuro, son el haz y el envés de la
ansiedad, y quien vive enraizado en el presente no las conoce.
Pequeña aclaración: el presente no es, ni por asomo, lo actual. ¡Más
bien todo lo contrario! Al calor de la “rabiosa actualidad”, la democracia
liberal parece desbordarse, como la leche puesta a hervir, burbujeando y
enviscándose como una peguntosa oclocracia de redes. Los yonkis de la
información instantánea, convertidos en gacetilleros de noticias falsas (“como
las compra el vulgo es justo / hablarle en necio para darle gusto”) e
inflamados por un afán de activismo (curioso término que comparte etimología
con actualidad y actualizarse, enemigos del presente y del obrar), se agitan
como posesos de Estrasburgo: ora envían memes y bulos conspirativos a altas
horas de la madrugada, ora conminan a plantar ringleras de cruces amarillas en
la playa de su pueblo. Cierto es que algunos momentos de locura colectiva son
más altisonantes que otros, pero en todos cunde, y de qué manera, la agitación.
Puede que esta sea, como bien intuyeron Goebbels y Münzenberg, el precipitado
fértil de la propaganda.
Perseveren en la alegría y dejen de buscar la felicidad. No es esta un
galardón que se otorgue a la virtud sino que, como escribió Spinoza en su Ética,
es la virtud misma. Gocen, pero no se diviertan. Divertirse, cuyo sentido
original (di-vertere) se reserva a las rejas de los arados cuando cavan
surcos en la tierra, significa girar en otra dirección.
Resistan y, si es preceptivo, embósquense. Tragar quina, a este
respecto, supondría avenirse a componendas con la bufonada euforizante. “Eso
que llamamos saber estar –escribe Ismael Grasa en La hazaña secreta (Turner)
– incluye saber cuándo debe uno no estar. […] Uno no está obligado a reírse de
todos los chistes que le cuentan.” Bátanse en retirada, si hace falta. Un
carnaval eterno sería contraproducente para el estómago y corrosivo para el
carácter.
Corolario: no salgan de sí mismos. No se viertan ni se diviertan. No se
desborden ni se dispersen. Naden, pues, a contracorriente. Aprendan a vivir en
sus propios zapatos y manténgase en pie.
© Letras Libres
0 comments :
Publicar un comentario