Por Manuel Vicent |
Esas pláticas habían dejado el terror consolidado en su alma,
solo atemperado por el sabor dulzón del confesonario, donde el adolescente era
acariciado por un confesor meloso con suaves pescozones en las mejillas con los
que le ayudaba a liberar sus pecados de la carne.
Ese légamo cenagoso
del que el escritor extrajo las mejores páginas de su literatura se lo aplicó
al alma de Leopold Bloom, el protagonista del Ulises, una novela
contra la que yo libraba una batalla siempre perdida en una infame edición
argentina de tapas amarillas. Algún día conseguiré terminar este maldito libro
–me decía– como quien logra superar una grave enfermedad, hasta el punto que yo
entonces no lograba distinguir a Leopold Bloom del propio Joyce porque los
sentía unidos bebiendo la misma pinta de cerveza Guinness en el pub Davy
Byrnes, en Duke Street, cuya espuma les tostaba a ambos el bigote. Desde
entonces llevo asociada la culpa y el remordimiento a la cerveza negra. Cuando
entré por primera vez en el pub Davy Byrnes, también pedí, como Leopold
Bloom, un sándwich de queso gorgonzola y una pinta de Guinness y la bebí junto
a unos parroquianos que abrevaban con furia católica acodados en una barra
rematada con una curva femenina de art déco.
Para llegar a esta
primera parada tuve que atravesar el bullicio de Grafton Street, llena de
mujeres pelirrojas como las que había visto en las películas del Oeste
disparando desde las carretas contra los indios o haciendo tartas de calabaza y
de hombres semejantes a aquellos granjeros con calzones de felpa y tirantes, a
quienes los cuatreros sorprendían siempre arreglando el tejado de casa. Estos
tipos en los pubs de Dublín cantaban y
empuñaban con el mismo ardor una pinta de cerveza Guinness que al día siguiente
en la iglesia de santa Teresa de Ávila abrían el misal de cantos dorados con
las manos rudas llenas de pecas.
En los salones del
hotel Shelbourne, frente al parque de Saint Stephen's Green, donde a la hora
del té se extasiaba lo más elegante de Dublín, una camarera me dijo que había
estado en España.
—Fui siguiendo al
padre Peyton, que promovía el rosario en familia. Encontré que en Madrid había
una gran libertad de costumbres. Me pareció que era Babilonia comparado con
Dublín. Aquí los sábados, todavía los hombres siguen emborrachándose solos y
las mujeres se quedan en casa limpiándoles los zapatos para ir el domingo a
misa.
La accidentada
lectura del Ulises me llevó a recorrer
algunos lugares del circuito del protagonista, la torre Martelo, la tienda
Brown Thomas, la farmacia Sweny's, donde Leopold
Bloom compraba jabones en forma de limón para ir a unos baños públicos, la
Biblioteca Nacional, que era Scylla y Charybdis. En el restaurante The Bailey,
frente al pub Davy Byrnes, se conservaba la puerta original de Ecles Street 7,
la casa de donde el 16 de junio de 1904 Leopold Bloom inició su periplo de 24
horas, durante el cual este hombre vulgar, que se había desayunado con un riñón
de cerdo asado y que llevaba una patata en el bolsillo de la chaqueta, iba
liberando un fluido de la conciencia como un excipiente de sus sueños
inconfesables, ese fondo cenagoso que sustenta la vida de cualquier ciudadano
corriente, mientras su mujer, Molly Bloom, le esperaba en la cama hasta altas
horas de la madrugada con el deseo palpitando como una babosa.
Molly podía ser
Nora Barnacle, la mujer de Joyce, una chica de Galway que trabajaba en el hotel
Finn's junto al Trinity College, a la que encontró mirando un escaparate de la
calle Nassau. Sin duda, el Dublín actual ya es otro, pero de aquel primer viaje
guardo una sensación de tedio provinciano, ahogado cada sábado en un río de
cerveza Guinness que desembocaba en la misa del domingo con la admonición del
cura desde el púlpito. Uno podía fácilmente convertirse en un alegre explorador
de iglesias y de pubs, McDaids, O'Donoghue's,
Mulligan's, The Long Hall, Keogh's y, de nuevo Davy Byrnes. En la
discoteca Rumours, tal vez estaría la camarera del hotel Shelbourne besándose
en la oscuridad con su novio, sudorosa y reprimida, bajo la voz aterciopelada
de Neil Diamond. Dadle duro, muchachos, que mañana domingo os espera el padre
Purdon en el confesonario.
© El País (España)
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