Por Manuel Vicent |
Scott Fitzgerald era entre todos el más guapo, el
más borracho. Con los primeros dólares que le pagaron por uno de sus cuentos en
una revista de modas se compró unos pantalones blancos de tres pliegues y un
sombrero de ala blanda, dispuesto a comerse el mundo que no era sino la
aceituna verde que flotaba en la copa cónica de ginebra con vermú y unas gotas
de amargo de angostura. Scott Fitzgerald, sobrio o bebido, consiguió dotar de
intensidad y consistencia a la pompa de jabón que se estableció en el Nueva
York, París y la Costa Azul de entreguerras dentro de la cual bailaban y bebían
criaturas vanas en fiestas que eran la cima de todos los sueños. Más allá no
había nada, salvo la derrota.
Existe un Nueva York de Scott Fitzgerald y otro de Dorothy
Parker, enhebrados con un mismo hilo del alcohol del Martini
seco. “Bebe y baila, ríe y miente, ama, toda la tumultuosa noche, porque mañana
habremos de morir”, había escrito Dorothy Parker, aunque ella no conseguía
morirse pese a haberlo intentando dos veces: una cortándose las venas con una
cuchilla de afeitar de su marido y otra con una sobredosis de Veronal. Era la
reina de un grupo de exquisitos y privilegiados intelectuales, periodistas,
críticos literarios y actores neoyorquinos que en los años veinte tenía asiento
en la Mesa Redonda del hotel Algonquin, en el 59 de la calle 44, Oeste, en un
almuerzo diario seguido de una tertulia hasta media tarde, donde ella hizo
famosa su lengua mordaz. Parker terminó por vivir allí en una suite en la que sus amantes entraban y salían como
si se tratara de una oficina de Correos. No tanto sufrir como dejar de
disfrutar, se decía viendo el final reflejado en el fondo de la copa. “¿Qué va
a tomar?”, le preguntó el camarero de un garito. “No más catástrofes, por
favor”, respondió ella.
Existe también el
Nueva York de Truman Capote, de Dashiell
Hammett, de Andy Warhol, de Tom Wolfe, de Woody
Allen. Después de todo Nueva York es una ficción, un género
literario que se adapta a cualquier estado de ánimo del viajero. En 1979 se
estrenó la película Manhattan, en blanco
y negro, con la que Woody Allen convenció a muchos cuarentones de que aún
podían enamorar a una adolescente como Mariel
Hemingway. Bien es cierto que en ninguna ciudad de España había
un banco para contemplar el atardecer sobre el puente de Brooklyn. Pero bastaba
con soñar que uno paseaba en Nueva York con un botellín de agua mineral y una
manzana al lado de una chica molona por Central Park, por una galería de arte
del Soho, entrando y saliendo en pequeñas tiendas de vitaminas y comida
macrobiótica con una música de swing al fondo. Los viajeros más iniciados
sabían que Woody Allen tocaba el clarinete con unos amigos los lunes en el
Michael’s Pub. Siempre había alguien que juraba haberlo visto y escuchado allí
en persona. A los demás nos sucedía que, si de paso por Nueva York, te acercabas
al 211 de la calle 55, Oeste, y preguntabas por él, precisamente ese lunes
Woody Allen no estaba, te decía el conserje. El fracaso se repetía cuando años
después el grupo se trasladó al café del hotel Carlyle. Para compensar, no pude
resistir la tentación de tomarme un Martini en el River Café, como Woody,
contemplando el skyline de Manhattan. Era el
rito ineludible que había que cumplir para ser moderno.
En cada viaje
encontrabas un Nueva York distinto, unas veces limpio, otras sucio, unas veces
violento y peligroso, otras seguro, sofisticado e íntimo. Recién llegado
llamabas a los amigos y en un restaurante de moda frente a una ensalada
macrobiótica cada uno se inventaba una experiencia neoyorquina distinta,
galáctica o esotérica. Por mi parte en uno de los viajes solo pude aportar a la
mitología de Nueva York que en el bar Polo del hotel Westbury donde me
hospedaba había visto a Gregory Peck tomándose un Martini mientras se
tamborileaba con los dedos una rodilla. Y en otra ocasión desde el hotel
Chelsea vi salir de una alcantarilla a un hombre rata. Poca cosa.
© El País (España)
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