Por Guillermo Piro |
Revisando papeles viejos encuentro una columna impresa que
Jack Shafer escribió para Slate en 2010, más o menos la misma fecha en que
aprareció la novela de Shteyngart, acerca de su relación con los libros. Shafer
se define como “ex bibliófilo” debido, dice él, a cierta pérdida de glamour y eficacia por parte del mundo editorial. Las
consideraciones de Shafer son interesantes y oportunas a pesar de los ocho años
pasados –o precisamente por los ocho años pasados–. Lo que Shafer anticipaba
está pasando ahora cerca nuestro, con nosotros. Y no me refiero tanto a la
cuestión del fin del papel y el paso al formato digital, sino al concepto mismo
de libro, que está sufriendo una transformación, un ocaso.
Para Shafer, la principal razón de la pérdida de atractivo y
de importancia del libro es que en un tiempo el libro era la certificación de
la inmortalidad del propio trabajo y del propio pensamiento, una referencia a
la que los lectores volverían cada vez que estuvieran en busca de la
información que contiene, y hoy eso ya no pasa. El lugar inmortal y perenne, el
depósito de información se volvió la web, y la publicación de un libro perdió
gran parte del aura de consagración que tenía en un tiempo.
Hay dos tendencias principales que hoy vuelven marginal al
libro: una es la que menciona Shafer de la web como depósito de información, y
la otra es la reducción de las elaboraciones y los análisis, factor y
consecuencia de la reducción de nuestro umbral de atención y concentración en
un mismo tema.
La familiaridad con el uso de los e-books no incentivó la
familiaridad con la lectura de libros, a pesar de ser más accesibles, más
baratos y más transportables; más bien reproduce los mecanismos de la lectura
rápida, del multitasking típico de nuestra relación con la tecnología. En todo
caso, la familiaridad con los libros digitales induce a una mayor indiferencia
para con ellos –sé perfectamente qué libros tengo en la biblioteca, pero
desconozco qué libros tengo en el Kindle–. El contenedor que en una época nos
parecía imprescindible ahora nos resulta inútil.
No solo nos estamos emancipando de los libros, sino también
del hábito de sacralizar y respetar el papel. Hay cierta pérdida de autoridad,
autoridad que ni siquiera pasó a los libros digitales. Ya nadie dice “lo leí en
un libro”. Por suerte la belleza estática de algunos libros los sigue
protegiendo, pero no creo que pase mucho tiempo para que en vez de llamarlos
“topes de puerta” los llamemos “adornos” y los exhibamos no en bibliotecas,
sino en vitrinas, como en los museos. Lo que hoy a muchos les parece imposible
–erradicar el libro de nuestra existencia– efectivamente es imposible. Lo que
va a pasar es otra cosa: los libros, poco a poco, van a dejar de formar parte
de nuestra existencia. Lo que va a volver obsoleto al libro no será la falta de
lectura, sino el exceso de lectura. Los libros van a ser sustituidos por la
lectura.
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