Por Gustavo González |
La valija con los US$ 800 mil de Antonini Wilson, los hijos de Báez
contando billetes, los bolsos de López en el convento y hasta la foto de los
millones de Florencia Kirchner en su caja de seguridad, dinero declarado, pero
signo de la debilidad K por el cash.
Esta semana, los cuadernos ruteros aparecen
como una confirmación más, casi innecesaria, de aquella hipótesis.
¿Por qué roban? La sociedad, con razón, está horrorizada por
volver a comprobar que quienes condujeron el país eran ladrones. Los medios y
las redes acompañan ese sentimiento y, entre todos, representamos un
espectáculo del que somos víctimas y espectadores a la vez. Una pareja
presidencial, secretarios, ministros y testaferros, organizados para robarle al
país y enriquecerse.
Aceptando que esa trama puede ser muy parecida a la
real y que habrá que sumar una lista de empresarios cómplices, la pregunta que
sigue es ¿por qué?
¿Por qué los líderes kirchneristas robaban? ¿Existe
una anomalía de origen en su gen moral? ¿Lo hicieron siempre y lo
perfeccionaron en la función pública? ¿O cayeron en la tentación frente a los
millones de las cajas del Estado?
Intentar entender el porqué del robo ayudaría a determinar si se trató de un proceso inédito en la historia argentina o si la corrupción es estructural y permanente.
Comprender no es absolver. Es entender por qué irán
presos y, tratándose de fondos públicos, aprender de lo sucedido para que el
latrocinio no vuelva a ocurrir.
¿Para qué roban? Una forma de responder a
la pregunta del “por qué”, es responder antes el “para qué”: ¿para qué
necesitan la plata los políticos? Aparte, claro, de los que la puedan necesitar
para enriquecerse.
Carlos Grosso, el ex intendente de la Ciudad de Buenos Aires,
fue símbolo de la corrupción durante el menemismo. Hoy asesora informalmente al
gobierno de Macri.
Una persona que trabajó años con él, lo describe
así: “Nunca conocí a nadie más honesto. Jamás tocó un peso que no
le perteneciera. Todo lo que recaudaba iba para el partido”.
El ascetismo de Grosso y su actual nivel de vida,
confirmarían que ser honesto en política puede no representar lo mismo que en
otra actividad. Honestidad en política puede significar obtener la mayor
cantidad de dinero para mantener y desarrollar estructuras partidarias, competir
electoralmente y ser parte del debate institucional.
Obtenerlo recurriendo a métodos legalmente
aceptados y a otros que para la Justicia son delitos.
Entre ellos pueden considerarse honestos. Para la ley son simplemente delincuentes.
La política está llena de políticos estilo
Grosso. También de políticos estilo Kirchner. Y de políticos que nunca se vieron
en esos dilemas éticos, quizás porque no estuvieron cerca de los centros de
recaudación partidaria.
Están además los que llegaron a la política con
riqueza previa (bien o mal habida) y vuelcan una parte de ella a un desarrollo
partidario.
La hipocresía general hace que todo esto sea
indecible en público. A los medios y a la Justicia no les suele interesar
investigar la corrupción de quienes están en el poder. Pero cuando lo hacen la
tarea es relativamente sencilla, porque las cuentas nunca cierran.
Corrupción e hipocresía. Una campaña a
intendente bonaerense rondó el año pasado $ 2.600.000. La última campaña
presidencial le costó a los principales candidatos casi $ 2 mil millones a
valores de hoy (ellos declararon entre 400 y 500 millones). Una simple encuesta
domiciliaria provincial cuesta $ 400 mil. Una telefónica, $ 100 mil.
El Estado aporta $ 3 por voto a los partidos
reconocidos. En las legislativas del año pasado, los aportes públicos para el
Frente Justicialista fueron de $ 10,6 millones, una cuarta parte de lo que
luego declaró haber gastado.
Unidad Ciudadana, de Cristina Kirchner, recibió $ 2,2 millones, porque no tenía historia electoral. Después informó un gasto de $ 25 millones. El partido de Sergio Massa recibió $ 4,8 millones para esa campaña, pero su costo declarado se aproximó a los $ 25 millones.
Cambiemos recibió $ 5,5 millones y después declaró
haber gastado $ 71 millones. Una parte de esa diferencia, $ 43 millones, habría
sido aportada por 4.800 personas, según la declaración del oficialismo. Entre
ellos están los centenares de aportantes que ahora afirman no haber puesto un
peso en esa campaña, entre ellos decenas de beneficiarios de planes sociales.
Aun tomando por ciertas las cifras declaradas como costos de campaña (la realidad sería muy superior), la pregunta de cómo se sustenta la diferencia entre ingresos y egresos es de difícil respuesta. Además, si bien las campañas son el momento en que los partidos más gastan, el resto del año también necesitan recursos.
Aun tomando por ciertas las cifras declaradas como costos de campaña (la realidad sería muy superior), la pregunta de cómo se sustenta la diferencia entre ingresos y egresos es de difícil respuesta. Además, si bien las campañas son el momento en que los partidos más gastan, el resto del año también necesitan recursos.
Nadie explica de dónde provienen esos recursos. Lo
único seguro es que se trata de financiamiento irregular y que ése es el marco
en el que ocurre la corrupción. Lo hacen delante de nuestros ojos y lo saben
todos. Pero el espectáculo de la corrupción política convive con el de la
hipocresía social.
El costo de los partidos. Las agrupaciones
políticas siempre vivieron en la tensión entre lo que el Estado y sus
aportantes les proveen para subsistir y sus gastos verdaderos. Ese problema no
comenzó con el kirchnerismo en 2003 ni terminó cuando perdieron el poder.
Durante el menemismo, Verbitsky hizo célebre en el título de su libro una frase
que tomó de esa realidad: Robo para la corona. La “corona” representaba a Menem
y a la estructura estatal que sustentaba económicamente al aparato peronista.
Esta semana se conoció que ésa era la frase con la
que el ex secretario de Coordinación, Roberto
Baratta, se dirigía a su jefe Julio De Vido para contarle lo
“recaudado para la corona”.
Los aportantes truchos de Cambiemos son el ejemplo de
que esos problemas no desaparecieron.
El debate que los argentinos debemos darnos es cuánto estaríamos dispuestos a pagar para mantener un sistema de partidos. Porque lo que pagamos hoy en blanco no alcanza.
Ese desfasaje no justifica la corrupción, pero es
el caldo de cultivo en el que mejor crece.
Antes de responder que no a destinar una mayor parte de nuestros impuestos a la política, sepamos que –aunque nadie nos haya pedido autorización– hoy ya estamos pagando, y pagando de más.
Antes de responder que no a destinar una mayor parte de nuestros impuestos a la política, sepamos que –aunque nadie nos haya pedido autorización– hoy ya estamos pagando, y pagando de más.
Blanquear la política. Porque al
pagar en negro, a través de sobrecostos de la obra pública por ejemplo, pagamos
también a intermediarios que son los funcionarios que se terminan
enriqueciendo. Un costo extra que no solo es injusto y delictivo, sino que es
excesivo e incontrolable.
Que los políticos que resolvieron el dilema
enriqueciéndose vayan presos es imprescindible. Cuando hace dos semanas se
contaba en esta columna que el plan de Cristina para volver incluía un acuerdo
de ocho puntos con el peronismo, uno de los cuales era “la libertad a los
presos políticos”, ella no se imaginaba que los detenidos a liberar serían
muchos más. Pero ésa era y será su mayor preocupación.
Junto a ellos deberán ir presos los que hayan
robado “para la corona” y los empresarios cómplices. Los medios y la
Justicia haríamos nuestro aporte si a unos y otros los investigáramos en su
apogeo y no en su caída (el silencio es otra forma de complicidad).
Pero la resolución de fondo solo llegará con el
reconocimiento y blanqueo de la actividad política. Ajustando por el lado de la
corrupción, que es el que más duele.
©
Perfil.com
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