domingo, 5 de agosto de 2018

El secreto corruptor de la política

Por Gustavo González
Que el gobierno K fue corrupto es una hipótesis más o menos aceptada, incluso entre sus adherentes. No lo es tanto por las investigaciones periodísticas y causas judiciales que pocos leen, sino por imágenes que quedaron grabadas para siempre en la memoria colectiva.

La valija con los US$ 800 mil de Antonini Wilson, los hijos de Báez contando billetes, los bolsos de López en el convento y hasta la foto de los millones de Florencia Kirchner en su caja de seguridad, dinero declarado, pero signo de la debilidad K por el cash. 

Esta semana, los cuadernos ruteros aparecen como una confirmación más, casi innecesaria, de aquella hipótesis.

¿Por qué roban? La sociedad, con razón, está horrorizada por volver a comprobar que quienes condujeron el país eran ladrones. Los medios y las redes acompañan ese sentimiento y, entre todos, representamos un espectáculo del que somos víctimas y espectadores a la vez. Una pareja presidencial, secretarios, ministros y testaferros, organizados para robarle al país y enriquecerse.

Aceptando que esa trama puede ser muy parecida a la real y que habrá que sumar una lista de empresarios cómplices, la pregunta que sigue es ¿por qué?

¿Por qué los líderes kirchneristas robaban? ¿Existe una anomalía de origen en su gen moral? ¿Lo hicieron siempre y lo perfeccionaron en la función pública? ¿O cayeron en la tentación frente a los millones de las cajas del Estado?

Intentar entender el porqué del robo ayudaría a determinar si se trató de un proceso inédito en la historia argentina o si la corrupción es estructural y permanente.

Comprender no es absolver. Es entender por qué irán presos y, tratándose de fondos públicos, aprender de lo sucedido para que el latrocinio no vuelva a ocurrir.

¿Para qué roban? Una forma de responder a la pregunta del “por qué”, es responder antes el “para qué”: ¿para qué necesitan la plata los políticos? Aparte, claro, de los que la puedan necesitar para enriquecerse.

Carlos Grosso, el ex intendente de la Ciudad de Buenos Aires, fue símbolo de la corrupción durante el menemismo. Hoy asesora informalmente al gobierno de Macri.

Una persona que trabajó años con él, lo describe así: “Nunca conocí a nadie más honesto. Jamás tocó un peso que no le perteneciera. Todo lo que recaudaba iba para el partido”.

El ascetismo de Grosso y su actual nivel de vida, confirmarían que ser honesto en política puede no representar lo mismo que en otra actividad. Honestidad en política puede significar obtener la mayor cantidad de dinero para mantener y desarrollar estructuras partidarias, competir electoralmente y ser parte del debate institucional.

Obtenerlo recurriendo a métodos legalmente aceptados y a otros que para la Justicia son delitos.

Entre ellos pueden considerarse honestos. Para la ley son simplemente delincuentes.

La política está llena de políticos estilo Grosso. También de políticos estilo Kirchner. Y de políticos que nunca se vieron en esos dilemas éticos, quizás porque no estuvieron cerca de los centros de recaudación partidaria.

Están además los que llegaron a la política con riqueza previa (bien o mal habida) y vuelcan una parte de ella a un desarrollo partidario.

La hipocresía general hace que todo esto sea indecible en público. A los medios y a la Justicia no les suele interesar investigar la corrupción de quienes están en el poder. Pero cuando lo hacen la tarea es relativamente sencilla, porque las cuentas nunca cierran.

Corrupción e hipocresía. Una campaña a intendente bonaerense rondó el año pasado $ 2.600.000. La última campaña presidencial le costó a los principales candidatos casi $ 2 mil millones a valores de hoy (ellos declararon entre 400 y 500 millones). Una simple encuesta domiciliaria provincial cuesta $ 400 mil. Una telefónica, $ 100 mil.

El Estado aporta $ 3 por voto a los partidos reconocidos. En las legislativas del año pasado, los aportes públicos para el Frente Justicialista fueron de $ 10,6 millones, una cuarta parte de lo que luego declaró haber gastado.

Unidad Ciudadana, de Cristina Kirchner, recibió $ 2,2 millones, porque no tenía historia electoral. Después informó un gasto de $ 25 millones. El partido de Sergio Massa recibió $ 4,8 millones para esa campaña, pero su costo declarado se aproximó a los $ 25 millones.

Cambiemos recibió $ 5,5 millones y después declaró haber gastado $ 71 millones. Una parte de esa diferencia, $ 43 millones, habría sido aportada por 4.800 personas, según la declaración del oficialismo. Entre ellos están los centenares de aportantes que ahora afirman no haber puesto un peso en esa campaña, entre ellos decenas de beneficiarios de planes sociales.
Aun tomando por ciertas las cifras declaradas como costos de campaña (la realidad sería muy superior), la pregunta de cómo se sustenta la diferencia entre ingresos y egresos es de difícil respuesta. Además, si bien las campañas son el momento en que los partidos más gastan, el resto del año también necesitan recursos.

Nadie explica de dónde provienen esos recursos. Lo único seguro es que se trata de financiamiento irregular y que ése es el marco en el que ocurre la corrupción. Lo hacen delante de nuestros ojos y lo saben todos. Pero el espectáculo de la corrupción política convive con el de la hipocresía social.

El costo de los partidos. Las agrupaciones políticas siempre vivieron en la tensión entre lo que el Estado y sus aportantes les proveen para subsistir y sus gastos verdaderos. Ese problema no comenzó con el kirchnerismo en 2003 ni terminó cuando perdieron el poder. Durante el menemismo, Verbitsky hizo célebre en el título de su libro una frase que tomó de esa realidad: Robo para la corona. La “corona” representaba a Menem y a la estructura estatal que sustentaba económicamente al aparato peronista.

Esta semana se conoció que ésa era la frase con la que el ex secretario de Coordinación, Roberto Baratta, se dirigía a su jefe Julio De Vido para contarle lo “recaudado para la corona”.

Los aportantes truchos de Cambiemos son el ejemplo de que esos problemas no desaparecieron.

El debate que los argentinos debemos darnos es cuánto estaríamos dispuestos a pagar para mantener un sistema de partidos. Porque lo que pagamos hoy en blanco no alcanza.

Ese desfasaje no justifica la corrupción, pero es el caldo de cultivo en el que mejor crece.
Antes de responder que no a destinar una mayor parte de nuestros impuestos a la política, sepamos que –aunque nadie nos haya pedido autorización– hoy ya estamos pagando, y pagando de más.

Blanquear la política. Porque al pagar en negro, a través de sobrecostos de la obra pública por ejemplo, pagamos también a intermediarios que son los funcionarios que se terminan enriqueciendo. Un costo extra que no solo es injusto y delictivo, sino que es excesivo e incontrolable.

Que los políticos que resolvieron el dilema enriqueciéndose vayan presos es imprescindible. Cuando hace dos semanas se contaba en esta columna que el plan de Cristina para volver incluía un acuerdo de ocho puntos con el peronismo, uno de los cuales era “la libertad a los presos políticos”, ella no se imaginaba que los detenidos a liberar serían muchos más. Pero ésa era y será su mayor preocupación.

Junto a ellos deberán ir presos los que hayan robado “para la corona” y los empresarios cómplices. Los medios y la Justicia haríamos nuestro aporte si a unos y otros los investigáramos en su apogeo y no en su caída (el silencio es otra forma de complicidad).

Pero la resolución de fondo solo llegará con el reconocimiento y blanqueo de la actividad política. Ajustando por el lado de la corrupción, que es el que más duele.

© Perfil.com

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