Por Arturo Pérez-Reverte |
Los
domingos se ponía la iglesia de bote en bote, y las beatas de plantilla
rivalizaban de pronto en celo místico. Como diríamos ahora, aquel sacerdote
nuevo era un crack. Un figura.
Nunca fui hombre religioso –la vida de reportero me
vacunó contra eso–, pero siempre me interesó la historia de la Iglesia como
pilar de la cultura occidental. Conozco razonablemente la patrología y los
textos evangélicos, me he calzado encíclicas papales y leo a teólogos díscolos
como Hans Küng, del que hablé alguna vez aquí. Me gusta conversar con
sacerdotes inteligentes que permiten conocer el otro lado de la colina, y aquél
lo era. Algún día fui a verlo oficiar, y saltaba a la vista que no era un cura
progre. Decía misa a la manera conservadora, e incluso se revestía con
ornamentos en desuso como el amito y otras prendas sacras. Casi parecía a pique
de decir ite, missa est, en vez de podéis ir en paz. Bastante
carca, para entendernos. Pero eso sí: cuando salía de la iglesia con su sotana
bien cortada o con su elegante clergyman negro de cuello romano, parecía un
galán de cine.
Era muy educado y algo tímido. Más bien reservado.
Conversamos varias veces –yo lo había hecho a menudo con su antecesor en la
parroquia– y lo encontré amable y claro de ideas, aunque fueran las suyas.
Cuando yo llevaba la charla a los extremos más reaccionarios de la Iglesia
Católica, él se escabullía con mucha prudencia: celibato, aborto, teología de
la liberación. Por ahí pasaba de puntillas. Casi nunca se pronunciaba de forma
comprometida sobre esa clase de asuntos. Yo bromeaba provocándolo, y él sonreía
discreto, miraba en torno y cambiaba de conversación. Fumaba mucho. Recuerdo
que paseamos varias veces hasta un bar cercano, donde nunca lo vi probar una
gota de alcohol, y en una ocasión sí hablamos más a fondo del celibato
sacerdotal, del que se mostraba firme partidario.
Justo por aquella época yo había publicado La
piel del tambor. Esa novela estaba protagonizada por un sacerdote, el padre
Quart, agente secreto del Vaticano, que es enviado a Sevilla para esclarecer el
misterio de una pequeña iglesia local amenazada por la especulación que, en
apariencia, mata para defenderse –la trama suena poco original a estas alturas,
pero diré en mi descargo que se publicó antes de El código Da Vinci y
de cuanto con ese estilo vino a continuación–. El caso es que mi personaje era
un sacerdote guapo y elegante, y que el párroco al que me refiero se parecía un
poco. Alguna vez saqué el asunto a relucir, pero sin profundizar mucho pues él
no había leído nada mío. No era de lecturas laicas, me dijo alguna vez.
Al final le regalé la novela. Ya me contará, páter,
le dije –siempre llamo páter a los curas–. Y él la hojeó un poco mientras yo me
preguntaba, en mis adentros y no sin malévola curiosidad, qué pasaría por su
cabeza cuando el sacerdote de la novela viviera su tórrida historia de amor con
la sevillana Macarena Bruner. Pero lo cierto es que me quedé sin saberlo.
Pasaron dos o tres meses, nos vimos un par de veces, él no mencionó la novela y
yo no le toqué el tema. Silencio administrativo. O no la ha leído, pensé, o no
le gustó y calla por delicadeza.
Un día, tras un viaje largo, fui a la iglesia a ver
qué tal le iba, y encontré a otro oficiando la misa: un simpático abuelete
aficionado al vino tinto, con el que acabé haciendo buenas migas. Y en los días
siguientes me contaron la historia del cura guapo, o su desenlace. Se había
fugado con una atractiva feligresa, que en el arrebato pasional abandonó a su
familia. Se largaron juntos a un feliz paradero desconocido. Entonces creí
comprender por qué el cura guapo no había dicho ni una palabra de mi novela. Se
vio un poco reflejado en ella, quiero suponer. Y a veces me pregunto, en mi
elemental vanidad de novelista, si aquella lectura pudo influir algo en su
decisión. Ustedes lo comprenden, ¿verdad?… Me gusta imaginar que ayudé a que la
Iglesia perdiera un pastor de almas y el amor ahorcase una sotana.
© XLSemanal
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