Por Pablo Mendelevich |
La Justicia se despertó enérgica por la presión de la
sociedad escandalizada cuando los hechos fueron revelados por la prensa que,
con disciplina y sigilo, se dedicó a investigar.
Sometidos a mil incidentes tribunalicios, chicanas
abogadiles, dilaciones, recusaciones y a la exasperante intermitencia en la que
jueces y fiscales federales se estremecen y se duermen según el viento
político, muchos expedientes de la corrupción engordaron en los estantes de los
tribunales como los pollos que acaban robustos en el matadero. Es curioso que
esa onerosa maquinaria que es la Justicia (en el Poder Judicial de la Nación
trabajan cerca de 50.000 personas) solo haya salido de la modorra al ser
zamarreada por los hallazgos de un puñado de investigadores independientes,
periodistas más dotados de profesionalismo, idoneidad, determinación, olfato y
sentido común que de permisos especiales para traspasar paredes, incautar
pruebas, detener personas o hacer comparecer a testigos y a sospechosos.
Con el detalle cinematográfico de la plata que se
pesaba como si realmente los ladrones -como reza el dicho popular- se la
hubieran llevado con pala, el trabajo que hizo en televisión Jorge Lanata
engendró el primer arrepentido por corrupción: Leonardo Fariña. Debut que a su
vez permitió estrenar, contra las tradiciones argentinas, pabellones
carcelarios enteros para presos ilustres por causas de corrupción.
La impecable investigación de Diego Cabot vino
entonces a corroborar las peores pesadillas en torno de los Kirchner y su
década ganada. Del protagonismo, en definitiva, que tuvieron el dinero en
efectivo y la obscena marroquinería acopiada sobre las alfombras oficiales más
solemnes. Es cierto que no destelló en el casting de esta serie de realismo ficcionado
un juez impecable. Tocó un Claudio Bonadio algo menos épico que Sergio Moro, el
precursor regional del método de la delación premiada. Ya mucho se dijo sobre
los parecidos y las diferencias del "cuadernosgate" con el Lava Jato.
Pero véase que el propio nombre del "cuadernosgate", tan repetido por
estos días, no homenajea al precedente judicial brasileño, remite al Watergate,
cumbre del género de la investigación periodística.
El caso Watergate desencadenó la única caída de un
presidente de los Estados Unidos, el de aquel momento, mientras que nuestro
servicio regular de recolección de coimas en remise atañe a los dos presidentes
anteriores (a la sazón marido y mujer) y a varios de los más grandes
empresarios del país (a los que el credo kirchnerista solía describir como
poder auténtico). Una gran diferencia, en todo caso, no es de orden
periodístico, sino institucional. Allá, tras la perseverancia de The
Washington Post, el Senado armó un comité investigador que hizo comparecer a
medio mundo y entre otras cosas descubrió y reclamó con relativo éxito, Corte
Suprema mediante, las famosas cintas de la Casa Blanca. Nuestro Senado también
ingresó en la trama, pero se dedicó a guarecer a la principal sospechosa.
Bob Woodward y Carl Bernstein enseñaron que cuando
se encara una investigación periodística el objetivo es la verdad. Se trata de
ventilar conductas ilegales de trascendencia sin cálculos mundanos. El
periodismo profesional no tiene objetivos políticos, busca la verdad
periodística, más fluida y menos esquiva que la alambicada verdad judicial. Es
evidente que para muchas personas comunes aquella verdad resulta más confiable,
como lo confirma la entrega de los cuadernos de Oscar Centeno a un periodista
en vez de a un fiscal o un juez.
Actitud tan ética como eficaz, Cabot no se puso a
competir con la Justicia, compartió con ella la prueba basal del delito antes
de publicar nada y así también salvó el caso. Luego apareció servicial,
volcánica, la figura del arrepentido del rubro corrupción, categoría grandes
empresarios y funcionarios K, sobre la base de la delación encuadernada a cargo
de quien devendría el remisero más famoso de todos los tiempos. El
"cuadernosgate" hoy promete expandirse hacia los bancos, la energía,
los laboratorios, mientras el kirchnerismo se concentra en el estudio de la
cuidada caligrafía del denunciante original: le produce desconfianza. Es más o
menos como cuando en 1972 la Casa Blanca pretendía que todo el Watergate era
una fantasía del Post, porque no sonaba razonable que a Nixon, teniendo
la reelección asegurada, se le hubiera ocurrido hacerle espionaje al Partido
Demócrata.
En 2001 Carlos Menem fue preso como consecuencia de
la causa del contrabando de armas a Croacia y Ecuador, que se basó en la
investigación periodística de Daniel Santoro publicada en Clarín.
Traspié que no le impidió a Menem resultar el candidato más votado en las
siguientes elecciones presidenciales. Pese a su musculatura saludable, es
discutible que todas las investigaciones periodísticas de los años noventa, cuando
el género alcanzó su mayor desarrollo e incluso saltó de la prensa gráfica a la
televisión, hayan servido para mejorar la democracia. Las de la corrupción
menemista (desde el Swiftgate y el Yomagate hasta Yabrán) no tuvieron, se ve,
un efecto reparatorio. Con el siguiente gobierno peronista, aunque parecía
difícil, las cosas empeoraron.
En tiempos de De la Rúa otra gran investigación
periodística, la de las coimas del Senado (originada en información de Joaquín
Morales Solá publicada en La Nación),
acabó desmentida por la Justicia, porque oficialmente no se le creyó al
arrepentido Mario Pontaquarto.
Importantes investigaciones periodísticas de los
noventa, como el best seller Robo para la corona, de Horacio Verbitsky,
basadas en la escuela de Rodolfo Walsh, que en general busca la verdad
periodística pero con un interés político superior por corroborar las certezas
del propio encuadre ideológico, no tuvieron continuidad. O bien se aplicaron
solo sobre rivales partidarios. El kirchnerismo fagocitó aquella corriente
ideologizada (de la que nació el llamado periodismo militante). Una vez alineados
sus mejores exponentes, ya no encontraron nada irregular dentro de la república
matrimonial que mereciera investigarse.
Más aún, entre los enemigos descriptos en forma
rutinaria por el matrimonio estaban los periodistas de investigación, aludidos
con burlas desde las cadenas nacionales; eran una parte especialmente
despreciable de los llamados medios hegemónicos. La profanación del género
llegó de la mano del kirchnerismo cuando mediante noticias falsas se intentó
presentar el caso Maldonado como una desaparición dispuesta por Macri.
Y, también hay que decirlo, otra investigación
periodística, esta vez genuina, si bien publicada en un sitio de propaganda
kirchnerista, reveló las irregularidades en el financiamiento de las campañas
bonaerenses del oficialismo. A ese trabajo también le cabe la pregunta
retórica: cuánto se sabría hoy del tema de no haber existido la investigación
periodística.
© La Nación
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