Por Carmen Posadas |
Pertenece, por tanto, a esa pléyade de autores que
han recopilado sus experiencias para que los demás podamos conocer realidades
diferentes. Un ejercicio que permite al lector visitar épocas, situaciones y
estratos sociales a los que de otro modo jamás tendría acceso. Al menos así ha
sido hasta ahora. Hasta que esa severa gobernanta que se ocupa de protegernos
de todo lo ‘incorrecto’ decidiera que era necesario preservar nuestros
sensibles tímpanos y pupilas de historias tan poco edificantes. Una de sus
víctimas ha sido precisamente Laura Ingalls.
El sexagenario premio creado en su honor ha sido
rebautizado como Premio Legado de Literatura Infantil, un nombre mucho más
adecuado, dónde va a parar, que el de su racista autora. Según los
organizadores, sus aventuras de niña educada en una familia pionera americana
«dibujaban una visión de los nativos que ya no está en sintonía con los valores
de la sociedad actual». «Es intolerable –adujo uno de los responsables– que
Ingalls, al describir un paisaje, diga, por ejemplo, que ‘no había gente allí,
solo indios’, o que llame a los afroamericanos ‘oscuritos’, o que uno de sus
personajes se permita decir, en un momento de la narración, que ‘el único indio
bueno es un indio muerto’». Expulsada queda, por tanto, Laura Ingalls a las
tinieblas exteriores de los escritores racistas, donde se encontrará por cierto
con otra autora igualmente xenófoba, Harper Lee.
Su célebre novela Matar a un ruiseñor ha
sido retirada de la lista de lectura de los centros educativos por usar una
palabra prohibida en los Estados Unidos desde 2007, el despectivo término nigger (‘negrata’).
Y da igual que Lee escribiera en los años sesenta del pasado siglo y que su
libro sea un alegato contra los prejuicios raciales. Tampoco importa que
Ingalls se limitara, simplemente, a narrar lo que vio y oyó en su infancia allá
por finales del siglo XIX.
Anatema, oprobio y censura vamos a poner sus obras
en el moderno Index librorum prohibitorum. Una nueva lista de
libros prohibidos elaborada a imagen y semejanza de la que, desde el siglo XVI
hasta bien entrado el XX, publicó la Iglesia católica y en la que figuraban
peligrosos autores como La Fontaine, Descartes, Copérnico, Zola, Balzac o Gide.
Curiosamente, esta nueva Santa Inquisición
que nos infesta con ánimo de velar por nuestra integridad moral ha logrado ir
un paso más allá que los antiguos confeccionadores del Index.
En la actualidad, editores norteamericanos están contratando lo que llaman
‘lectores sensibles’, es decir, integrantes de razas, religiones, inclinaciones
sexuales o afectados por determinadas enfermedades, etcétera, para que revisen
los manuscritos a publicar por si contienen algo que lastime sus
sensibilidades. El problema que se presenta es que esos lectores sensibles
hieren a su vez la sensibilidad de otros. Por ejemplo, la de aquellos que no
quieren que sus colectivos (feminista, LGTIB, etcétera) se vean encerrados en
un gueto. En resumen, que tal como está la cosa es imposible escribir –y por
extensión hacer casi nada en este mundo hipersensible– sin pisar algún callo.
Imposible pintar, componer, hacer cine o cualquier actividad creativa o de la
índole que sea sin que alguien se sienta ofendido. Dicho esto, como hasta las
grandísimas imbecilidades tienen su lado bueno, es posible que los modernos
Savonarola le hagan tanto bien a la cultura como sus antecesores. Con la
devoción que concita lo prohibido, mi generación leyó Madame Bovary,
adoró Rojo y negro, lloró con Los miserables y, por supuesto,
devoró las obras completas del Marqués de Sade. Somos muchos los que aprendimos
a amar la literatura gracias a sus antirrecomendaciones. De modo que adelante
con la censura. Ahora que la lectura está en horas bajas, no hay mejor cómplice
que un gran inquisidor.
© XLSemanal
0 comments :
Publicar un comentario