Por Jorge Fernández Díaz |
En los otros cuadros del desempeño económico mundial, los argentinos
aparecíamos una y otra vez dentro de los renglones más calamitosos. El
politólogo, que es muy exitoso pero que tiene tres hijos pequeños, pensó en la
intimidad si debía correr el riesgo de seguir viviendo en esta tierra de
recurrente decadencia, o si tenía la responsabilidad de emigrar por el bien de
ellos. "Lo más difícil es explicarle al mundo cómo generamos esta pobreza
en un país de superabundancia", cuenta un colega suyo, que viaja seguido a
Europa para intercambiar información con especialistas. La primera tentación
sería echarles la culpa a las elites políticas y empresariales, puesto que aquí
el militarismo terminó en catástrofe, la socialdemocracia en incendio, el
neoliberalismo en ruina y el populismo de izquierda en saqueo. Pero esas elites
no germinaron en una maceta solitaria; han sido muy representativas de un
modelo mental extendido y refractario al desarrollo. Asevera el historiador
Luis Alberto Romero que se fue formando en nuestra sociedad un nuevo
pensamiento único, bastante heterodoxo, plagado de clichés, errores y
malentendidos, y al que se lo "moderniza" de tanto en tanto con algún
service de época. Esta mentalidad, que con el poderoso Estado kirchnerista
logró incluso institucionalizarse, genera un nuevo sentido común transversal:
no solo es sostenido por adherentes explícitos o culturales al peronismo, sino
por izquierdistas, progres de distinto pelaje, algunos votantes de Cambiemos y,
sobre todo, por millones de ciudadanos de a pie. El concepto "sentido
común", que tan positivo resulta en términos convencionales, se encuentra
aquí cruzado por la vieja acepción de Gramsci: lo que la gente piensa cuando no
está pensando y lo que la gente dice cuando no piensa lo que quiere decir.
Estamos aludiendo al piloto automático del nuevo pensamiento nacional. Que fue
amasado por una confluencia de ideologías y por una serie de escritores con
gran talento para borrar realidades y construir mitos, y que terminó penetrando
el sistema educativo público y privado. Las facultades y las escuelas son,
desde hace rato, fábricas incesantes de "relatos" y de prejuicios.
Sin involucrar a Romero ni a otros historiadores profesionales en toda esta
descripción, estoy convencido de que la generación del 80 fue al siglo XIX lo
que la generación de los 70 significó para el XX. La primera experiencia
triunfante construyó una narrativa de vasta influencia, y en un momento se
transformó en la historia oficial. En los años 30, revisionistas rigurosos
comenzaron a alzarse contra esa verdad inconmovible, una táctica que Perón no
contradijo ni asumió, puesto que sus referentes seguían siendo Sarmiento, Mitre
y Roca, y principalmente San Martín, a quien quería emular como Mussolini a
Julio César. Son los nacionalistas de derecha y de izquierda quienes recién en
el exilio lo volcarían al revisionismo y lo inscribirían en una historia de
buenos y malos, donde él podía presentarse como "socialista nacional"
y como heredero de Rosas y los caudillos federales; también como insólito
simpatizante de la revolución cubana. Los intelectuales setentistas hicieron el
trabajo fino, y Perón se dejó acunar: uno se lo imagina matándose de risa en
Puerta de Hierro. Algunos de estos magníficos pensadores dieron por buenas las
mentiras y montajes que Apold había realizado acerca de los dos primeros
gobiernos, y más tarde sus discípulos y parientes ideológicos operaron para
ocultar los homicidios que cometió la tercera administración justicialista. De
paso embellecieron las propias aberraciones armadas del setentismo, y a partir
de 1983 fueron gendarmes ideológicos de las distintas horneadas de jóvenes: hoy
muchos docentes les enseñan a sus alumnos que la "juventud
maravillosa" luchaba por la democracia, una falacia risible.
Aunque el nacionalismo católico -ese sector de la Iglesia al
que le da sarpullido el progreso occidental- participa de esta matriz, es la
desidia del Estado moderno, que abandona al maestro y se lo entrega
ideológicamente al gremialismo; la acción psicológica de los organismos de
derechos humanos con camiseta partidaria, y la larga gestión kirchnerista, que
lanza una fuerte operación mediática y pedagógica de amplio espectro, los que
acaban por entronizar esta nueva historia oficial.
Algunos maestros y profesores siguen intentando enseñar las
complejidades de la historia, pero muchísimos más se abandonan a las
simplificaciones predigeridas, y cristalizan así la ocurrencia de que Sarmiento
era una asesino y Roca un genocida, algo tan reduccionista e injusto como
señalar que Rosas solo fue un dictador afecto a los crímenes de lesa humanidad
(la mazorca). Todas estas sandeces son agravadas por aplicar al pasado las
categorías del presente y demuestran no solo mala leche, sino mediocridad: una
gran cantidad de docentes conoce tan poco de historia como de gramática y
ortografía y, entonces, cuanto menos saben, más grande es el juicio moral que
necesitan; la denuncia suplanta el conocimiento.
El adoctrinamiento articulado -y también el informal- fraguó
un conjunto de ideas no organizadamente racional, pero sí cohesionador de
opuestos: una causa de pronto encuentra en la calle, codo a codo, al Partido
Obrero con los catequistas de Bergoglio, a los burócratas sindicales con
estudiantes reformistas, a chavistas confesos (admiradores de Irán) con
militantes de género, y todo ese espectáculo es observado con silencioso
beneplácito por millones de personas no alineadas. A pesar de las
contradicciones y discrepancias internas de este cambalache, sus integrantes
comparten en los hechos una cosmovisión llena de aforismos implícitos: la
batalla es entre europeístas y patriotas, entre el pueblo y la oligarquía,
entre explotadores y explotados; integrarse al mundo y convocar sus inversiones
es ser entreguista, el hemisferio norte es vampírico, ajustar para hacerse
sustentable es neoliberal, competir es salvaje darwinismo, crecer por méritos
propios es de derecha, una empresa no es una obra sino una estructura de
esclavitud, la agroindustria es colonial, la ley es un truco de los poderosos,
toda tarea merece un fomento y todo cristo un subsidio, lo estatal es mejor que
lo privado, lo nacional es superior a lo cosmopolita, el espíritu emprendedor
es sospechoso, el esfuerzo es reaccionario, la propiedad es un robo, la
gratuidad es un derecho humano, aspirar al orden es fascista y aplicar la
autoridad es represivo.
Miles de argentinos que viajan a Estados Unidos y a Europa
regresan admirados por los efectos de su prosperidad, pero no bien ponen un pie
en Ezeiza se abandonan a las supersticiones automáticas del nuevo inconsciente
colectivo, que consiste en hacer exactamente lo contrario de lo que hicieron
las repúblicas que salieron adelante. Este repertorio de creencias regresistas,
este verdadero lavado de cerebro que nos procuramos, explica por qué teniéndolo
todo nos quedamos con casi nada, y por qué compartimos el cartel de la lágrima
con el Congo y con Irak.
© La Nación
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