Por Martín Caparrós |
Entonces me pregunté si mi conducta —mi distancia, mi mugre, mi malicia—
merecería la cólera de un dios, y entonces tuve esa revelación menor: el
ateísmo es una solución de facilidad, pura pereza. Cualquier ateo dice “no creo
en dios”, como si eso bastara.
La libertad de culto, como decimos ejercerla, es incompleta,
perezosa: se elige, se supone, en qué dios uno cree; no se elige en qué dios
no. Tiene lógica: hubo tiempos en que cada cual nacía, vivía y moría dentro de
una misma tradición, y por lo tanto su decisión de no creer, si la tomaba, se
refería claramente a un solo dios, el verdadero de su barrio. La mixtura, la
globalización acabaron con esa sinecura. No alcanza con no creer en dios; hay
que elegir —deberíamos tener la chance de elegir— en qué dios no creemos. Lo
más fácil es decir que en ninguno, pero es hipócrita: creo que cualquier ateo
no cree en uno de los dioses más que en los demás.
La elección no es fácil: hay exceso de oferta, dioses para
tirar para arriba. Aunque allí también hay, faltaba más, un orden. No vale, por
supuesto, no creer en dioses de cotillón como Zeus o Juno o Júpiter o Hera,
Quetzalcoatl o la Pachamama o Amón Ra, que ya dijeron que son puro cuento. Y
está claro que, por propia decisión, Buda no califica como dios y que los
indios son tantos y tan peleados que ni se creen entre ellos. Tampoco vale Mao
Tsé Tung —y el caso de Maradona se discute. Vivimos, mal que nos pese, en la
órbita de los tres grandes dioses monoplaza; para nosotros, no creer es no
creer en ellos.
Así que, por supuesto, podría no creer en el dios de los
judíos; al fin y al cabo, la mitad de mis ancestros lo siguieron. Tiene la
ventaja de que es fácil y la desventaja de que es fácil: no promete grandes
castigos a los que no lo sigan, pero también es cierto que para un judío creer
en su dios es pelearse con él, así que no creerle es casi un truco en la pelea.
O podría no creer en el dios de los musulmanes; es, sin
duda, ahora mismo, el más pujante, el más prometedor, y sus promesas de
castigos para incrédulos no siempre son en la otra vida. Así que los que viven
de amenazarnos aprovechan: llevan años diciendo que es la peor amenaza, el
retrógrado, el fundamentalista. O sea que, a su lado, el dios de los cristianos
sería un abuelo bueno.
Pero al dios de los cristianos se le cae esa careta todo el
tiempo. O quizá no le gusta llevarla, pobre diablo. En cualquier caso hace todo
lo que puede —dicen que es todopoderoso— para mostrar que sigue siendo el rey.
Para eso contraataca con sus prelados, sus políticos, publicitarios varios. Y
lo consigue: en estos últimos días argentinos, por ejemplo, la campaña
despiadada de curas y más curas y un papa contra la legalización del aborto
—que permitiría que las mujeres pobres que no pueden pagar uno clandestino
tengan los mismos derechos que las ricas que sí— terminó de convencerme de que
el dios en que no debo creer es el suyo. Lo siento por Alá, Jehová y compañía
limitada: yo elijo no creer en ese dios que no tiene piedad, que no tiene
vergüenza, que, por no tener, no tiene ni siquiera un nombre propio —porque se
cree que los tiene todos.
© El País Semanal
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