Por Carlos Ares (*) |
Miren si no es para recurrir a los poetas, reír a
borbotones, cantar, desafinar a los gritos. Escuchen ese coro atronador. Vean
como se mece y ondula ese mar verde, transparente de intenciones, tornasolado
ya de un naranja que anuncia el amanecer del próximo debate, el de la
separación de Iglesia y Estado. Dan ganas de arrojarse como un clavadista
mexicano desde las alturas de la resignación a la que habíamos llegado porque
“contra esos no se puede/ este país no tiene arreglo/no cambia más”. Saltar de
alegría, tirarse de cabeza y hundirse en esa esperanza que espuma y ruge brava,
incesante.
Miles de mujeres y hombres jóvenes embisten una y otra vez
contra el vetusto dique sostenido por dogmas y discursos medievales con que el
Senado y la Iglesia pretenden embalsamarlos. ¿Cuánto más pueden detener el río
del tiempo sin que les desborde por los cuatro costados? ¿Van a tapar la
realidad cubriendo las ventanas y a vendar los ojos del país con sotanas
negras? ¿Van a seguir negando todo? ¿Qué sigue? ¿Prohibir el deseo?
En esa tarea estábamos, empujando puertas y cabezas de
goznes y orejas herrumbrosas, cuando cedió el muro de silencio mafioso que
protegía a la corrupción sistémica. Nos sentamos a verlos pasar. Boudou, De
Vido, Báez, Jaime, Baratta, Oyarbide, los empresarios. Con las manos por
delante, esposados, presos. Los tipos que hace nada eran poderosos, impunes,
intocables, invencibles.
Claro que el descreimiento, formateado durante años, no te
la hace fácil. De inmediato salta/asalta por el lado cínico y te la baja porque
“la sabe”, “la vio/vivió”. Cuando leés los nombres de los que están, te hace la
segunda voz con los que faltan –¿ y Aníbal Fernández?, ¿y Scioli?, ¿y Szpolski?
¿ y Franco Macri? ¿y Roggio? ¿Y los cómplices? ¿Los jueces, sindicalistas,
periodistas? Aún así, mientras van cayendo, ¿no da para tomarse algo, hacer un
karaoke casero después de la ducha, con la afeitadora eléctrica frente al
espejo y cantar Fiesta a dúo con Serrat?
“¡Gloria a dios en las alturas/recogieron las basuras/de mi calle ayer a
oscuras/y hoy sembrada de bombillas...!”
Nada compensa el latrocinio. Ni el desprecio social ni las
prisiones perpetuas que merecen. Nada puede hacer olvidar el tendal de víctimas
que dejaron –tragedia de Once, inundaciones en La Plata, Cromañón, “Sueños
Compartidos”–, ni la cantidad de muertos por desnutrición, negligencia, robo,
defraudación, negociados. Nada repara tanto mal. La pobreza y miseria padecida.
Las vidas deshechas, defraudadas. Nada. No hay forma de que diez, veinte,
quinientos, mil condenados atenúen el dolor que causa ahora comprobar lo que
era evidente. Pero ésas/éstas/ las sentencias que ya se dictaron y las que aún
faltan, son gotas de Justicia que llueven/caen/ sobre lenguas sedientas, secas
de tanto pedir y reclamar.
Escrito el pasado miércoles, este texto continúa
encabritado. Corcovea, rabioso, sobre la Iglesia que bendijo las torturas de
madres embarazadas y encubre a los violadores de pibes. Se niega a ser
ensillado, domado por la sensatez. –No acepta andar al trotecito lento hasta
ver cómo viene/ pasa/ sigue esto. Los goles se cantan, dice, futbolero.
Permitanlé/ permítanme/permítansé entonces desgañitarse con otro tema– “...la
vida es un libro útil/para aquel que puede comprender/ tengo confianza en la
balanza/que inclina mi parecer...” . Es el Himno de mi corazón de Los Abuelos
de la Nada. Ideal para entonarlo como tributo y reconocimiento a “los/las
nietos/nietas de todo”. La dictadura, Menem, la Alianza, los Kirchner, la
desolación. Ellos sí que están cambiando la historia.
(*) Periodista
© Perfil.com
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