Por Carmen Posadas |
En ninguno de ellos gana el concursante más talentoso, el más esforzado, el
cocinero o el bailarín más diestros. El que triunfa es el que hace subir la
audiencia, casi siempre un friki, porque eso es lo que requiere hoy la
civilización del espectáculo.
Tampoco el mundo de la cultura y la universidad
(que se supone se rige por criterios intelectuales) es ajeno a este fenómeno.
Harold Bloom, el mejor crítico literario vivo, y profesor en Yale desde hace
más de sesenta años, se quejaba no hace mucho de la discriminación que hacen
las universidades a la hora de becar o premiar determinados trabajos. «Entiendo
que se quiera dar visibilidad a la literatura watusi o a la poesía sioux, lo
que ya no entiendo tanto es que se las equipare a la de Shakespeare, como
pretenden algunos», ha dicho el autor de El canon occidental.
Lo mismo ocurre en el mundo de la literatura.
Actualmente, las editoriales buscan perfiles, no autores. Y da igual que
alguien sea la reencarnación de Jane Austen o de Quevedo y haya escrito una
novela extraordinaria. Si hay por ahí otra obra firmada por un hipster vegano
o una animalista de Burkina Faso, ya sabemos quién se va a llevar el gato al
agua.
Pero existen otros muchos perfiles ganadores,
además de los mediáticos y de los políticamente correctos. Están los perfiles
ideológicos, por ejemplo, los de género, los de edad, también otros en los que
se presupone a su poseedor inteligencia o talento artístico. Y da exactamente
igual que lo tenga o no porque, ya se sabe, que lo importante no es
serlo, sino parecerlo.
Hasta en el amor este asunto del perfil hace
estragos. En realidad siempre lo ha hecho. Los matrimonios por interés se basan
precisamente en eso, en casarse con quien uno debe y no con quien ama. Sin
embargo, no deja de ser curioso que ahora, cuando todos nos regimos por
pulsiones amorosas, al final se siga buscando siempre un perfil. Y se hace de
modo inconsciente porque lo cierto es que existe una felicidad privada y una
felicidad pública.
La felicidad pública es la que se intenta alcanzar
haciendo lo que queda bien cara a la galería. Busco, por tanto, emparejarme con
quien se espera de mí, con ese o esa que dejará a mis amigos verdes de envidia,
en resumen, el que da ‘el perfil’ de la pareja perfecta y queda muy bien en mi
currículum sentimental. Y, al hacerlo, desecha uno la felicidad privada, que
tal vez la encarne alguien menos sensacional. Alguien de quien incluso estamos
enamorados, pero al que preferimos renunciar porque es menos decorativo que el
otro. Y va uno y se casa con el perfil sensacional, pero lo malo es que luego
tiene que convivir con él. Con él (o ella) y con su ego descomunal, con su egoísmo
cósmico y también con el terrible descubrimiento de que ni siquiera es tan
sensacional, sino más bien un pavo que, en cuanto deja de desplegar la cola, se
convierte en pollo.
Así funciona este asunto del perfil, en la vida, en
el trabajo, en el amor, pero ¿qué puede hacerse para no caer víctima de él? Me
temo que es muy difícil, pero, como dicen los ingleses, si no puedes vencerlos
únete a ellos, de modo que lo mejor es fabricarse uno. ¿Cómo? Desde luego no
haciéndose vegano o animalista para ir con la corriente, sino buscando un
nicho. No se puede contentar a todos y, tal como está el mundo, misión tan
imposible queda reservada solo a los perfiles más estrafalarios y figurones.
Pero sí se puede, en cambio, afinar el tiro y apuntar a quien está en busca de
alguien exactamente como nosotros. Identificar el público objetivo, así lo
llaman en marketing. Y ese, me temo, es el único antídoto
contra esta moderna forma de selección, clasificación y estabulación
sociológica a la que parece que estamos abocados.
© Zenda –
Autores, libros y compañía
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