Por Jorge Fernández Díaz |
Algo parecido
solía hacer un enfático colega -analfabeto político de primera magnitud- en los
programas difamatorios del kirchnerismo y contra su gran obsesión: El País de Madrid, presunto ariete de
los "poderes concentrados", para meses después posar agradecido y
glamoroso en las páginas consagratorias de su revista dominical. Un escritor
que presume de periodista porque alguna vez se desempeñó en los márgenes de una
redacción, pero que ignora por completo los mecanismos mínimos de una
investigación profesional, desliza con sarcasmo que los cuadernos pertenecen al
género ficcional y que el testigo debería presentarse a un premio literario.
Intelectuales que eran mimados con subsidios, curros y viajes al exterior -Roma
y París eran una fiesta en aquellos "años dorados" y las embajadas se
veían en figurillas para encontrar claque local que hiciera las veces de
público y justificara de alguna manera aquellas "conferencias"
inventadas que servían de coartada y que no le interesaban a nadie- surgen
ahora de sus prestigiosas madrigueras para acoplarse a la campaña de descrédito
de las denuncias. Se les suman músicos que confraternizan con gánsteres y los
blanquean, mientras acusan a los reporteros de cumplir con su función
primordial. Todos ellos corren presurosos en auxilio de los corruptos, concepto
fundamental que debería agregarse cuanto antes a las veinte verdades
peronistas. Y a todo esto se suman ciertos periodistas: ingenuos que prestan
palabra a quienes propician su ulterior y definitiva decapitación y a quienes
los desprecian sordamente, o que entrevistan a Vito Corleone y recogen su
experta opinión sobre la lucha contra la mafia. Otros actúan por militancia
política encubierta o directamente por dinero: en momentos tan álgidos, cuando
están en juego tantas cosas, corre la guita que da calambre, y ciertos aventureros
del oficio la aceptan para propalar mentiras, como antes aceptaron cuestionar
las pruebas y desacreditar a los investigadores de "la ruta del dinero
K", o se prestaron a la infame operación de "matar al muerto",
tal como ocurrió con el malogrado fiscal Nisman. Quienes cobran bajo la mesa no
llaman, en realidad, la atención: la defensa de la libertad de expresión tuvo
el terrible efecto colateral de unir bajo fuego a los honestos con los sucios,
la única grieta que nunca debió cerrarse. Lo que más impacta, en cambio, es
observar a tantos artistas y pensadores poniendo automáticamente las manos en
el fuego y chamuscándose sin necesidad. Como si frente al Watergate, una
cuadrilla de figuras culturales y mediáticas se hubiera precipitado a blindar a
Nixon y a lanzar anatemas contra The
Washington Post. Esta cofradía de cómplices, que ni siquiera se toma unas
semanas para ver la evolución del escándalo y analizar los hechos fríos,
constituye uno de los más asombrosos síntomas de descomposición nacional.
Los muchachos no están solos, por supuesto; los acompañan
algunos sectores eclesiásticos, que asimilan el Lava Jato a la Revolución
Libertadora. Los actuales esfuerzos internacionales contra la corrupción se
llevan puestos a empresarios intocables, y estos resultan paradójicamente
exculpados por progres y prelados, que en lugar de apoyar el combate por la
transparencia y el inmediato castigo a los que le roban al pueblo, se dedican a
relativizar las pesquisas y los expedientes. Es muy impactante ver al progresismo
"inmaculado" y a la "Iglesia de los pobres" protegiendo
conceptualmente a los multimillonarios de la política tramposa y de los
negocios turbios. Esta insólita cobertura se corporiza bajo la novedosa
doctrina de la "triple alianza": medios, jueces y financistas actúan
supuestamente juntos para dañar a los "buenos". Pero resulta que los
"buenos" forman parte del capitalismo más abyecto, y que quienes
posan de eternos indignados les hacen de repugnantes guardaespaldas en su hora
aciaga.
El affaire de los
cuadernos Gloria resulta, en principio, muy verosímil, precisamente porque
encaja como una pieza perfecta en este rompecabezas escalofriante: una Orga que
bajo el pretexto de recaudar para la "revolución" no hacía más que
convertir en magnates inmobiliarios a sus oscuros recaudadores. Durante los
años 90, cuando varios presidentes eran destituidos por "incapacidad
moral" en América Latina, estos defensores rabiosos de los venales de hoy
sostenían que aquel neoliberalismo era consustancial con la corrupción. Caído
el Consenso de Washington, la historia demostró que aquel razonamiento era
falaz y que el fenómeno resultaba transversal a cualquier partido o ideología.
También se reveló que utilizaron entonces la lucha por la decencia pública como
mero desgaste del "enemigo" y que ahora no les importa que los
propios se solacen en el lodo: el fin justifica los medios. Este conjunto tan
particular, integrado por obispos justicialistas, psicosocialistas frívolos y
pitucos, y nacionalistas de izquierda, suele escandalizarse también por la
pobreza estructural, sustrayendo del análisis la única verdad irrefutable:
quienes desde 1983 gobernaron 24 años este país empobrecido y desfondado fueron
cuatro presidentes peronistas, el primero de los cuales fue el gran jefe
político de todos los demás. Una obra maestra del fracaso.
Hay quienes creen que este hallazgo periodístico y sus
inquietantes consecuencias jurídicas modifican drásticamente el panorama
electoral. Pero así como es necesario tener mucha prudencia (algo que Cabot
practicó con arte y abnegación) y mantener un sano escepticismo acerca de todo,
y en especial, sobre la efectividad del sistema judicial argentino, también
resultaría provechoso no creer que Cristina Kirchner ha naufragado
definitivamente, ni que el cristinismo recargado ha perdido todas sus chances.
Tampoco creer que este papelón de resonancia global borra los "aportantes
truchos" de la campaña del oficialismo: la mayoría de los votantes de
Cambiemos, al contrario que sus antagonistas, no niega esa amarga información;
se mortifica y reclama su esclarecimiento. El proyecto de la Pasionaria del
Calafate consiste en regresar radicalizada y efectuar una vendetta de amplio
espectro; ese ríspido proyecto antisistema le pone una pistola en la cabeza a
la democracia. Sin esa amenaza, el Gobierno tal vez tendría menos simplificado
el trámite comicial (lo favorece el contraste), pero la sociedad abierta podría
debatir más libremente asuntos pendientes, como el rumbo económico, los que
pagan el ajuste, el mercado interno y la inversión extranjera, las
centroizquierdas y las centroderechas, y otros temas asordinados por el miedo.
Por lo pronto, el establishment está aterrado por la causa de Bonadio, cientos
de personas se ofrecen a aportar más datos, y esta carga de profundidad amenaza
con detonar más y más nombres a medida que avanza. La instalación artística de
esta época (atención Malba) debería rondar los bolsos llenos de fajos y los
cuadernos, con el último pero hoy resignificado verso del Himno Nacional:
"O juremos con Gloria morir". Irónico presagio.
© La Nación
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