Por Manuel Vicent |
Con el tiempo, alguien
bautizó la tónica con ginebra y creó un cóctel que hoy ha desbancado al whisky en las barras más elegantes, donde a la
hora de preparar el gin-tonic cualquier
barman esnob presume de conocer por sus nombres más de una docena de tónicas y
de otras tantas formas esotéricas de combinar el limón y diversas especias con
el alcohol. Si hay que añadirle más literatura puedo describir algunos gin-tonicsque he tomado en los lugares donde lo
hicieron los colonialistas ingleses durante un par de siglos para combatir al
mosquito Anopheles, trasmisor de la malaria.
1. Navegando en una
barcaza por las aguas del río Zambeze, infestadas de cocodrilos, entre Zambia y
Zimbabue, cerca de las cataratas Victoria, recuerdo que en la cubierta bajo la
toldilla un grupo de amigos discutíamos con un gin-tonic en la mano sobre el
lugar exacto de África en el que un mono se puso de pie. Estábamos en eso
cuando desde una orilla un cocodrilo de cuatro metros o más se acercó hasta
tocar con la boca entreabierta un costado de la embarcación como si estuviera
interesado en nuestra disputa. La presencia de aquel cocodrilo introdujo un
fascinado horror en la conversación. Como lo bueno del gin-tonic es que te
permite frivolizar impunemente sobre cualquier tema, dije que la voracidad de
aquella fiera estaba incluida en el precio de algunos bolsos que se exhiben en
los mejores escaparates; en cambio, su crueldad era una forma que tomaba la
inocencia. El cocodrilo pareció despreciar esta idea, se dio la vuelta y volvió
a la orilla.
2. Durante las
horas de travesía por el Ganges, llevaba en la memoria el olor a carne quemada
que emergía de las escalinatas de algunos templos y la visión de los saltos que
daban los monos sobre las piras en las que ardían los cadáveres, algunos
perfumados con sándalo. En ambas orillas del Ganges se extendía Calcuta con la
vida a ras de la muerte. ¿Podía aquel gin-tonic tomado
a bordo obligarme a olvidar el dolor de la gente? La humanidad en Calcuta olía
a un dulzor fermentado y las aguas del Ganges de color del limón podrido se
llevaban río abajo mi sorpresa de estar vivo y no sentirme culpable.
3. Después de
pasar varios días en el Serengueti y en la reserva de Masai Mara, al final
todos los felinos me parecían ángeles y a los monos babuinos los consideraba ya
como hermanos. A la caída de la tarde, los viajeros en las terrazas de los
albergues exponían el rostro con los ojos cerrados al último sol que moría
detrás de las verdes colinas. Al llegar a Nairobi pregunté, como es lógico, por
la granja de la escritora Karen Blixen, situada a 15 millas de la ciudad, y
allí me encontré a varios Robert Redford y a varias Meryl Streep con salacot,
vestidos de caqui, que se creían protagonistas de las Memorias de África.
En los salones del
club Muthaiga vagaban aún los fantasmas de los antiguos y ricos colonos con
sombreros blancos y pamelas de paja dulce, que celebraban bailes de sociedad
para cruzar a sus vástagos en bodas de conveniencia. En el bar del hotel
Norfolk, después de los safaris los aventureros, cazadores de elefantes y traficantes
de marfil, como salidos de Mogambo, contaban historias de leones y mosquitos.
En la terraza del bar New Stanley había una enorme acacia que se había
convertido en el puesto de correos más sofisticado del centro de África. El
tronco estaba cubierto con centenares de mensajes escritos en pequeños boletos
clavados con chinchetas. “Liza, te espero en el café Glacier de Marraquech”.
“Te veré en Nueva York, Frank”. “Supe que volvías a Nairobi, Mary Ford, te
esperé aquí el sábado. Voy a Malí. Estaré de vuelta el 15 de mayo. Te esperaré
aquí a media tarde con un gin-tonic”. El
principal icono de Kenia es el cráneo del primer mono que se puso en pie hace
dos millones de años en el valle del Ritt. Se trata de una sonriente calavera,
que se conserva en el museo de Nairobi. En honor de aquel mono curioso que se
irguió por primera vez sobre dos patas para ver el horizonte, me tomé el
último gin-tonic a la sombra de aquella acacia.
© El País (España)
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