Por James Neilson |
Puesto que no se esforzaban demasiado por ocultar lo que
hacían, desde entonces los interesados en tales asuntos han podido aprender
mucho acerca de la metodología nada sofisticada usada por el matrimonio y sus
secuaces; coimas, sobreprecios, empresas truchas, bóvedas, hoteles vacíos que
les servían para blanquear dinero sucio y así largamente por el estilo. La
semana pasada, Diego Cabot de La Nación agregó una multitud de detalles al
cuadro al difundir el contenido de los ya celebérrimos cuadernos escolares
usados por el chofer Oscar Centeno para anotar cómo, día tras día, entregaba
bolsos repletos de dólares, euros, etcétera, etcétera a quienes gobernaban el
país.
La primicia tuvo un impacto mediático enorme, pero pronto
surgieron dudas en cuanto a las eventuales repercusiones políticas. “¡Ya la
tenemos!” gritaron alborozados los convencidos de que, por fin, había pruebas
tan terriblemente contundentes que en adelante nadie podría confiar en la
honestidad de Cristina. Creían que la estocada le sería mortal, que, para
satisfacción de la buena gente, la ex presidenta, acompañada por muchos
empresarios de la patria contratista, pronto estaría entre rejas.
¿Estamos asistiendo al capítulo final de la rocambolesca
saga K? Es poco probable. Puede que algunos kirchneristas vacilantes refunfuñen
“ya es too much”, para ir en busca de una alternativa menos oprobiosa que la
brindada por Cristina, los muchachos no tan jóvenes de La Cámpora, los vividores
que los rodean y una claque variopinta de aplaudidores con pretensiones
intelectuales y artísticas, pero la mayoría se negará a abandonarla. A esta
altura, no es que se la suponga víctima inocente de nada más que una campaña de
desprestigio asombrosamente eficaz, es que se ha acostumbrado a concentrarse
tanto en las presuntas intenciones, que en su opinión son malísimas, de quienes
la acusan de saqueo en escala industrial, que la veracidad o no de las
denuncias les parece insignificante.
Hay países en que una sola mentira sería suficiente como
para poner fin a una carrera política promisoria, pero en este ámbito como en
tantos otros, la Argentina es diferente.
Aquí, los valores éticos de muchos son premodernos; se basan
en la lealtad, la solidaridad y la familia como un baluarte seguro en un mundo
hostil. Abundan los dispuestos a perdonarles todo a quienes comparten los
prejuicios de su tribu particular y a ser implacables con los demás. Decía el
general: Al amigo, todo, al enemigo, ni justicia. Durante décadas, muchos se
aferraban al principio así reivindicado: en las canchas de fútbol, cantaban
“Puto o ladrón, queremos a Perón”.
En una ocasión, Donald Trump, que de la forma de pensar de
quienes quieren sentirse protegidos por un caudillo fuerte entiende mucho,
afirmó que “Podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”.
Y, según parece, Cristina y los suyos podrían apropiarse de una parte
sustancial de los recursos del país para su uso personal sin perder el apoyo de
casi el treinta por ciento del electorado. Que este sea el caso plantea algunos
interrogantes ingratos.
¿Es posible derrotar la corrupción en una sociedad en que a
tantos les parece meramente anecdótica? ¿Sirve para algo la investigación
periodística, por minuciosa que sea, de las estafas perpetradas
sistemáticamente por miembros destacados de la elite política y sus cómplices
del sector privado? ¿O es que en el fondo sólo se trata de un show cuyo
desenlace dependerá más del estado de ánimo mayoritario en una etapa de vacas
flaquísimas que de lo hecho por los encargados de gobernar el país?
Hace treinta años, Jean-François Revel comenzó su libro, “El
conocimiento inútil”, recordándonos que “La primera de todas las fuerzas que
dirigen el mundo es la mentira”. Señalaba que la abundancia de información no
había cambiado mucho.
Tampoco lo haría en las décadas siguientes. Hoy en día, está
de moda hablar pestes de las “noticias falsas” propagadas a través de los
llamados medios sociales, como si se tratara de una novedad escandalosa que
justificaría la censura, pero sucede que los más indignados por la mendacidad
ajena suelen pasar por alto aquellos datos que no les gustan o minimizar su
importancia.
Mal que nos pese, la realidad siempre ha sido maleable y
nuestro mundo está lleno de fanáticos, algunos muy inteligentes y otros no
tanto que, como la Reina Blanca que encontró Alicia luego de atravesar el
espejo, son capaces de creer en seis cosas imposibles antes del desayuno.
Pues bien: ¿Cree Cristina en su propia inocencia? Puede que
sí, que se resista a asumir su condición de jefa de una banda de ladrones que,
por su accionar, saboteaban el proyecto político-económico con el cual se
sentían identificados al privarlo de recursos. Puede que la ex presidenta se
haya persuadido de que necesitaba acumular una cantidad fenomenal de botín para
financiar la revolución nac&pop que tenía en mente. Por ser casi infinita
la capacidad humana de auto-engañarse, no extrañaría en absoluto que Cristina
se viera a sí misma como una defensora heroica del bien en su lucha contra el
mal neoliberal representado últimamente por Mauricio Macri. A juzgar por su
conducta, no se cree culpable de haberse enriquecido a costillas de los más
pobres que confiaban ciegamente en ella.
Tampoco parecen sufrir de mala conciencia otros integrantes
de la gran familia política nacional que durante tanto tiempo se las ha
arreglado para asegurarse un nivel de vida que sería apropiado para un país
mucho más rico que la Argentina con métodos de financiamiento como los
perfeccionados por Néstor y Cristina. Exageraban los santacruceños, pero no tuvieron
que inventar nada.
De poner fin al sistema de recaudación tradicional, los
políticos tendrían que buscar otras fuentes de ingresos, lo que, en vista de su
reputación colectiva, no les sería del todo fácil. Por cierto, si tuvieron que
limitarse a donaciones voluntarias, les sería necesario resignarse a un tren de
vida mucho más humilde.
Merced a los cuadernos, corre peligro, acaso
transitoriamente, la relación de la clase política con el empresariado que, de
un modo u otro, la ha ayudado a echar mano del dinero que reclamaba.
Para alarma de los hombres y mujeres de negocios, la
Justicia ha empezado a tratar a los protagonistas de su gremio como si fueran
políticos sospechosos de corrupción. Lo mismo que sus socios, quienes están
desfilando por Tribunales están procurando politizar el asunto al jurar que
sólo aportaban algunas monedas para las campañas electorales como hacen sus
equivalentes en todos los países democráticos de la Tierra. Asimismo, pueden
decir que las circunstancias los obligaban a respetar las tradiciones
nacionales en materia de obras públicas, ya que, caso contrario, muchos obreros
hubieran perdido su trabajo.
A Macri, retoño él de un clan que ocupa un lugar eminente en
la patria contratista, le plantea un desafío el que ya no sea cuestión
solamente de políticos venales sino también de miembros de su propia familia
como su primo, Angelo Calcaterra. Si realmente toma en serio lo de caiga quien
caiga, tendrá que tratar con mayor severidad a sus propios parientes y amigos
que a los empresarios y políticos del montón. Al actuar así conseguiría el
respeto de quienes entienden que al país le beneficiaría muchísimo si la vieja
ética, conforme a la cual siempre hay que privilegiar los lazos personales por
encima de los institucionales, pero las víctimas propiciatorias de tal decisión
le guardarían rencor hasta el fin de sus días.
Según parece, ha optado por anteponer lo público a lo
personal por entender que no le queda más opción que la de subordinar todo al
ambicioso proyecto modernizador que está liderando.
Para el gobierno de Cambiemos, el que empresarios bien
conocidos se encuentren en la mira de la Justicia entraña ciertas ventajas. La
fortaleza emocional de la oposición al “rumbo” emprendido por el macrismo se
debe a la convicción de que favorece a empresarios que ya son ricos en desmedro
del resto de la sociedad.
Al figurar entre los sospechosos de cometer actos de
corrupción personajes como Calcaterra, que a buen seguro se verá perjudicado
por su relación de parentesco con los Macri, el Gobierno podrá insistir en que
las reformas drásticas que está impulsando afectarán no sólo a los
sindicalistas y políticos que encarnan el orden anticuado que se ha propuesto
desmantelar sino también a empresarios poderosos, lo que, sería de suponer,
ayudaría a mejorar la imagen tanto del Presidente como de otros miembros del
Gobierno a ojos de los muchos que son proclives a considerarlos hipócritas
resueltos a dar una mano a sus familiares y amigos sin preocuparse por el
destino de los demás.
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