Pobre Argentina, tan lejos de Dios y tan cerca del Papa.
Siguiendo las crónicas del país y las vicisitudes de la iglesia universal,
surge una pregunta: ¿qué le sucede a la Iglesia argentina? Es difícil encontrar
iglesias tan agresivas, tan decididas a imponer su huella en la vida del país,
tan mezcladas con partidos, sindicatos y movimientos hasta borrar las fronteras
entre política y religión.
Todo recuerda la revancha católica que culminó en el
golpe de 1943. El enemigo jurado era entonces la ley de enseñanza laica. El
ministro Martínez Zuviría la canceló: "el dedo de Dios" llamó a la
pluma con la que firmó el decreto. La cruzada contra el aborto, hoy, parece
animada por el mismo espíritu: trazar límites a los actores políticos, elevar a
la Iglesia a tutora del orden social, imponer el mito de la nación católica.
Tan peculiar es el fenómeno, y tan abstruso en pleno siglo
XXI, que merece reflexión. Entre otras cosas, porque hubo un tiempo, al final
de la última dictadura, en el que parte de la Iglesia argentina se había
distanciado de ese antiguo mito que tanto ha contribuido a erosionar la
democracia. Varios obispos postularon entonces la necesidad de construir una
sociedad abierta, plural y tolerante, en la que nadie invocara a Dios para
imponer su opinión como verdad. Esa sociedad tal vez sería menos permeable a la
influencia de la Iglesia, pero la fe se habría beneficiado y el país también:
demasiadas veces la Iglesia había bajado a la arena política, demasiadas veces
el cristianismo había sido blandido como una clava e invocado como "la
ideología de la Nación". Sin embargo, hoy la involución de la Iglesia es
evidente: el mito de la nación católica ha vuelto y ruge como alguna vez rugió
el "Cristo vence": como un grito de batalla, más que de concordia.
Tomemos el caso del aborto: es obvio que para la Iglesia sea
un tema tabú. Pero hay modos y modos de defender su causa: se puede hacer
respetando las opiniones de los demás y dejando los puentes abiertos para
reconciliarse o se puede hacer declarando una cruzada para ganar la guerra
contra el infiel. Si la ley es aprobada, escribieron los obispos de Córdoba, la
Argentina será una dictadura. Son palabras subversivas. ¿Quieren decir que las
leyes son legítimas solo si se ajustan a la doctrina de la Iglesia? ¿Quieren el
Estado confesional? ¿Suiza y Suecia son dictaduras horribles; Arabia Saudita e
Irán, democracias espléndidas? Difícil de creer. El tema es tan polémico y
delicado que la prudencia sería oportuna: abrir las heridas es fácil;
cerrarlas, no. Sobre todo porque una cosa salta a los ojos: quienes piden la
despenalización no sueñan con obligar a abortar a quienes no quieren, pero la
Iglesia pretende imponer su moralidad a quienes no la comparten. Después de
mover mares y montañas, de presionar como el poderosísimo lobby que es, de
apostar como siempre al interior tradicionalista contra la Capital cosmopolita,
ganó el partido y ahora lo celebra. Pirro también celebró.
Tomemos también el caso de la justicia social. El principio
es el mismo: la Iglesia argentina habla y actúa como si tuviera el monopolio
sobre tan noble principio, que suele agitar como un garrote contra los gobiernos
de turno. En nombre de su doctrina y de su supuesta superioridad moral, intenta
imponer medidas y prohibir otras, dependiendo de si son o no son coherentes con
el plan de Dios, según ella lo entiende. Así hace desde 1943, a veces desde el
ámbito del gobierno, otras apretando a los gobiernos menos afines a ella.
Defiende a los pobres, dice. No dudo de su intención, pero ¿tiene la receta
para eliminar la pobreza promoviendo el desarrollo? ¿Y es esa su tarea o la de
los representantes elegidos por los ciudadanos? Yo, por ejemplo, creo que las
ideas económicas y sociales de la Iglesia argentina son parte del problema. Y
observo que los países que más han salido de la trampa de la pobreza son
aquellos en los que la Iglesia se dedica a las cosas de la Iglesia y la
política, a la política. La política económica y social no es un dogma de fe,
sino un tema muy cuestionable. Sin embargo, en la Argentina es como si los
gobiernos fueran obligados a pagar peaje a la nación católica adaptando a su
dictamen los programas para los que fueron elegidos.
¿Tiene esto algo que ver con la decadencia del país? Un
obispo culpó al neoliberalismo: en los años 70 había mucha menos pobreza que
hoy en día, dijo, como si desde entonces la Argentina fuera el paraíso del
libre mercado. Los famosos cuadernitos acaban de recordarnos qué tan libre es
el mercado en el país. En lugar de dar clases, a la Iglesia no le vendría mal
un examen de conciencia y un baño de humildad: erradicar la pobreza es un
problema enorme y complejo sobre el que nadie tiene la exclusiva.
Pero ¿por qué la Iglesia se siente tan fuerte? Porque se
escuda en un papa argentino, claro; y porque gobiernan "los ricos",
"la oligarquía liberal", el eterno enemigo. Me pregunto si de verdad
Francisco ha equiparado al Gobierno, como dicen las crónicas, con la llamada
Revolución Libertadora y con el Proceso. Me cuesta creerlo: revelaría una
incapacidad congénita para distinguir la democracia de la dictadura. Y
mostraría a alguien empecinado en seguir mirando el mundo a través del prisma
maniqueo del choque entre pueblo católico y antipueblo colonial. No me
sorprendería que decidiera visitar la Argentina en el año electoral para dar un
empujón.
Sin embargo, la fuerza de la Iglesia surge de una debilidad
y oculta otra debilidad aún mayor. La debilidad es la implosión del movimiento
peronista, el dechado político de la nación católica. Así, la Iglesia actúa sin
filtro, se expone. Está tratando de recrear ese espacio, pero su activismo la
pone en el cruce de los conflictos políticos, por enésima vez en la historia argentina:
cuando se dice que la historia no enseña. La debilidad que ahora no se ve, pero
le exigirá a la Iglesia un elevado peaje, es que la sociedad argentina está más
secularizada de lo que supone el mito de la nación católica. ¿Qué habría pasado
si la población entera hubiera decidido sobre el aborto y no los tres senadores
de Salta o San Juan? ¿La nación católica estaría aún de pie?
Creo que a una Iglesia con visión de futuro le convendría
acompañar una secularización dulce, gradual y cooperativa. Su revanchismo y
nostalgia por un régimen de cristiandad, en cambio, la llevan a desencadenar
una espiral conflictiva, que un día se le volverá en contra: los triunfos de
hoy serán un búmeran mañana.
(*) Ensayista y profesor de historia en la Universidad de Bolonia,
Italia
© La Nación
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