Por Héctor M. Guyot
Son semanas sin tregua. De pronto la realidad se confabula y
aparecen, con sutiles variaciones, algunos elementos de aquel viejo y conocido
drama que los argentinos parecemos condenados a repetir como si fuéramos
víctimas de una insobornable maldición. A todos nos horroriza el desenlace,
pero a veces parece que los actores se someten con secreto deleite a los
imperativos del guion.
Todo lo que tienen que hacer es lo de siempre, algo que
sale muy bien, puesto que son veteranos de las tablas y lo han ensayado una y
mil veces: tirar cada cual para su lado, cueste lo que cueste y sin
miramientos, pero como si estuvieran sacrificándose en el altar de la patria.
Así la tragedia se encarrila en un crescendo previsible hacia el apocalipsis
final, en una celebración de la destrucción ofrecida a los dioses sanguinarios
del poder y el dinero. La fiesta pagana, como siempre, la pagarán los pobres
inocentes. Cinco siglos igual.
En estos días, la tensión escaló en el encuentro entre las
organizaciones sociales que dominan la calle y el Gobierno. Ante una respuesta
que juzgaron insuficiente, algunos referentes amenazaron con marchar hacia la
puerta de los supermercados. Ya sabemos cómo sigue la historia. "Las
soluciones que el Gobierno ofrece a la agravada situación social son como
ofrecer una aspirina para un escenario de enfermedad terminal", dijo
Daniel Menéndez, de Barrios de Pie. Es muy probable que tenga razón. Si la
ayuda se multiplicara resultaría un alivio necesario para las familias que
empiezan a sufrir el rigor de la crisis, pero no alcanzaría para revertir el
curso de los acontecimientos, impulsados con fervor autodestructivo por
distintos sectores.
La única posibilidad de salir es ir más allá del diagnóstico
y entender qué fue lo que llevó al paciente terminal al borde del abismo, para
no repetirlo otra vez. Algo complicado, por los ruidos ideológicos y mediáticos
que nos aturden. La cosa sería más fácil si la hipocresía no pudiera ocultarse
detrás de palabras arteras y se inscribiera de alguna forma en el rostro del
cínico, delatándolo. Así, los discursos en el Congreso de los Moreau, Rossi o
Tailhade seguirían siendo un bochorno, pero al menos reportarían algún
beneficio. En ese caso, serían también provechosas las palabras de un Bossio y
de muchos massistas, y hasta del mismo Pichetto. Es decir, de todos los que se
erigen ahora en alternativa racional de un gobierno al que critican y
aleccionan, después de haberle suministrado al paciente durante años el veneno
que lo ha dejado en su actual estado de postración. Y todo con el único afán de
volver, no de curarlo. Pero de eso no se habla. Ni el Gobierno lo hace,
congelado en la duda de buscar o no un acuerdo con el peronismo
"racional". Sin una autocrítica clara de las responsabilidades en la
alienación de la década kirchnerista, que nos ha dejado como estamos, ¿hay
razón que valga?
Pero el Gobierno no solo enfrenta tiburones en la política.
El mar revuelto del capital está infestado de ellos. Aquí muerden bancos,
grandes empresas y fondos de inversión que solo veneran al dios dólar, el sol
alrededor del cual gira la economía argentina y a cuyo altar vamos todos los
días a rezar. Cada cual con su plegaria. Incluso los que buscan que los pesitos
que ahorran no se derritan al calor de la crisis. Ese amor por la moneda extranjera
expresa, después de tantos desengaños, la desconfianza que los propios
argentinos le tenemos al país y que hoy el Gobierno padece en carne propia.
¿Por qué van a traer dinero los inversores extranjeros si todo el ahorro de
aquellos argentinos que han tenido la fortuna de hacer fortuna está a buen
resguardo afuera del país? La desigualdad también se explica por eso.
En medio de la tormenta, al Gobierno se lo siente lejos,
concentrándose en planillas y números, pero descuidando algunos de los peligros
que lo acechan en un mar impiadoso, donde nadie entrega nada porque prevalece
la idea enfermiza de que si no mordés primero, te degluten. Y no parece
aconsejable que el capitán, ensimismado en el ejercicio cerrado y
autosuficiente del poder, se olvide de atender a los pasajeros. Además de los
conflictos de interés, al Gobierno le puede costar caro resignar la batalla de la
palabra, en la idea de que alcanza con llevar firme el timón y con la buena
onda para atravesar la tempestad. Ya ha pagado costos suficientes por eso.
Según encuestas recientes, un 70% de los argentinos quiere que le vaya bien. Y
cuenta con el apoyo de un 40%. Es un capital más valioso que los fondos frescos
que han llegado al rescate. En toda travesía, los pasajeros quieren saber por
dónde avanzará la nave y los obstáculos que deberá sortear en el intento de
dejar el mal tiempo atrás.
© La Nación
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