Luka Modric, el capitán de Croacia, con su fútbol atrevido y letal. |
Todo Mundial reserva una sorpresa. La de este es Croacia, un
equipo chico que de entrada salió a la cancha con una mezcla irresistible de
insolencia y humildad para recordarle al mundo la esencia del fútbol. Sus
mejores jugadores son cracks que juegan en grandes clubes de Europa, por
supuesto, pero pelean cada partido no tanto como profesionales que cumplen con
su trabajo sino como tipos que no han perdido la inocencia y todavía se
sorprenden de lo que son capaces de alcanzar.
Solo hay que ver la estampa de
Modric, el capitán. Su figura enjuta, sus movimientos rápidos y hasta su vincha
rebelde remiten más al potrero que a la fastuosidad de los estadios rusos. Hay
en su fútbol el atrevimiento de los que no se toman demasiado en serio, que
resulta letal para las ínfulas de aquellos acostumbrados a inflar el pecho.
Seguí el peregrinaje del seleccionado croata hasta la final
no solo por la simpatía que despiertan los más débiles cuando no tienen
complejos. En secreto, una parte de mi corazón estaba con ellos. Me he
preguntado, durante esos partidos, qué parecido con esos hombres decididos
habrá tenido mi bisabuelo materno, que a los 16 años y solo con su alma dejó
atrás Novi Vinodolski, una ciudad pequeña que balconea sobre el mar Adriático,
para recalar en Rosario de la Frontera, Salta, después de un paso fugaz por
Buenos Aires.
¿Por qué emigró Leonardo Dobric?, le pregunté a mi madre en
estos días en que renové la conciencia de mi cuota de sangre croata. Conocía la
respuesta a medias, y el relato que obtuve confirmó que mi bisabuelo era
también, como Modric y sus compañeros, un hombre decidido. Aquel adolescente se
había trepado a un barco porque escapaba de su casa. Más precisamente, de la
mujer con la que se había casado su padre tras la muerte de su madre.
¿Qué calles habrá recorrido en una Buenos Aires finisecular?
Acaso haya sido el consejo de algún compatriota lo que lo llevó hasta Salta,
donde consiguió trabajo en un hotel con termas que regenteaba un croata. Habrá
aprendido rápido el español, al menos lo suficiente para ganarse el amor de
Carmen Beltrán Fraga, bella hija del dueño del almacén de ramos generales de
Rosario de la Frontera, con quien se casó y tuvo dos hijos varones. Cuando
Carmen murió de una infección tras un parto en el que perdió una hija, Leonardo
desapareció. Anduvo con su dolor a cuestas quién sabe por dónde, hasta que
regresó a los seis meses para ocuparse de sus hijos pequeños.
Mi madre lo recuerda como una presencia cariñosa y cómplice
en la casa de su infancia, en Villa Allende, Córdoba, donde su abuelo pasó sus
últimos años. Recuperado de la muerte de su esposa, había llevado la vida de un
pionero, de un emprendedor. Decía que el futuro del país estaba bajo el suelo y
tuvo minas de cobre. Montó una usina y llevó la luz eléctrica al pueblo. Su fe
era el esperanto. Tenía una antena de radio aficionado y hablaba durante horas
en esa lengua universal con gente de todo el mundo. Ya en Córdoba, andaba
siempre junto a su perro collie, Lobo, que murió el mismo día que él, pocas
horas después.
Hace unos años, mis padres viajaron a Croacia. En la
embajada croata en Buenos Aires mi madre consiguió los teléfonos de tres Dobric
que vivían en Novi Vinodolski. Así llegaron hasta la casa de Giorgio Dobric, un
empleado de Correos con el que mis padres, en un medio italiano, se entendieron
a duras penas. Giorgio los llevó a la casa de unos primos del mismo apellido
que hablaban inglés. Allí conocieron la afabilidad de los croatas, además de
muchas historias de la resistencia durante los años de la Yugoslavia de Tito.
Les mostraron los magníficos vestidos tradicionales que Tito prohibió en su
afán de unificar los Balcanes. Durante esos años, la familia los había
escondido en el sótano para evitar que se los llevaran en las requisas que
hacía gobierno.
Al final del día, mis padres los acompañaron a misa. A la
salida, desde la pequeña plaza seca de la iglesia, mi madre divisó, allá abajo,
el puerto. Tuvo entonces esa rara sensación que nos asalta cuando algo nos
confirma, inesperadamente, la relatividad del tiempo. Era la imagen de la ajada
postal que llevaba en la cartera y que había cargado como un talismán durante
ese viaje. La postal que Leonardo Dobric había dejado entre sus cosas al morir.
Era también el lugar del que su abuelo aún adolescente había partido, un siglo
antes, hacia lo desconocido. Allí, mi madre entendió que la razón de su
peregrinación a esa ciudad de piedra y mar se había cumplido.
Mañana no puedo perder. Si la suerte se le negara a Croacia,
me acordaré de mis ancestros paternos. Franceses, claro.
© La Nación
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