Por Arturo Pérez-Reverte |
No hablo de gestos espectaculares, de épica o
heroísmo. Tampoco hablo de actitudes relacionadas con una u otra clase social.
Al contrario: con frecuencia era más fácil encontrar esa dignidad y esa
grandeza en gente socialmente humilde que en otra más afortunada. Aquel
magnífico y muy español «en mi hambre mando yo» me parece, quizá, la más exacta
exposición de esto último. Y a menudo había, por irnos a un pasado no demasiado
lejano, más dignidad en el padre analfabeto que liaba para su hijo el primer
cigarrillo que éste fumaba, en el andén del tren que iba a llevarlo al barco en
el que viajaría para morir en Cuba, que en el adinerado individuo que había
dado unos duros de plata al Estado para que ese pobre muchacho fuese a la
guerra en lugar de su hijo.
Las maneras. Con frecuencia insisto en ellas en
esta página. En mi opinión, como buen reflejo exterior de lo que somos o no
somos, ellas nos salvan o nos condenan. Siempre lo he creído así, y no es
casual que la segunda novela que escribí tratara en buena parte de eso: la
estética asumida como ética cuando las grandes palabras se desvanecen. La
actitud elegante, digna, heroica a fuerza de orgullo –la soberbia es defecto,
pero el orgullo puede ser una virtud–, de un viejo maestro de esgrima durante
la caída de Isabel II: la historia del último hombre honrado en un mundo de
conspiraciones políticas, mercachifles y canallas. Hay un diálogo en ese relato
que es mi momento favorito, cuando el marqués de los Alumbres le comenta al
maestro Astarloa: «Se olvida usted de Dios», y éste responde: «Dios
no me interesa. Tolera lo intolerable. Es irresponsable e inconsecuente. No es
un caballero».
Tuve la suerte –aunque quizá hoy sea una desgracia–
de que me educaran para admirar esa clase de cosas. Para respetar ciertos ejemplos.
Después la vida que llevé me condujo a otros lugares; pero mantuve intacta, o
así lo creo, la facultad de admirar la dignidad y la elegancia moral en hombres
y mujeres, sea cual sea su estado o condición. Al hilo de eso, recuerdo lo
ocurrido a una de mis abuelas en los años 30 del pasado siglo. Estaba
embarazada de seis meses y viajaba en tren de Cartagena a Madrid. El viaje
duraba toda la noche; pero, al no quedar plazas libres en los coches cama, se
vio obligada a viajar en un vagón convencional. En el compartimento sólo iban
ella y un hombre de mediana edad, de aspecto modesto pero muy educado, a quien
después de aquello mi abuela no olvidaría jamás.
El avanzado embarazo la tenía molesta, y eso era
evidente. Tras interesarse por ella con extrema corrección, el señor le
aconsejó que se tumbara en los asientos. Hay que entender que corrían
otros tiempos, y una señora no se tumbaba por las buenas en un tren delante de
un desconocido; así que la gestante viajera se mostró reacia a ponerse
cómoda. Entonces, el caballero demostró que era exactamente eso. Cogió su
petaca de cigarrillos, el encendedor y un libro, se puso el gabán, salió al
pasillo, corrió las cortinillas, cerró la puerta, y se pasó toda la noche de
guardia ante ella, fumando y leyendo, para impedir que nadie entrase en el
compartimento e incomodase a mi abuela. Y por la mañana, al llegar a Madrid, la
ayudó a bajar la maleta de la redecilla del equipaje y la acompañó hasta el
andén, hasta dejarla en manos de los familiares que la esperaban. Ni siquiera
dijo su nombre, escuchó las palabras de agradecimiento de mi abuela con una
sonrisa amable y casi distraída, saludó por última vez tocándose el ala del
sombrero, y se marchó.
Mi abuela me contó muchas veces esa historia, que
cuando era niño me gustaba escuchar. Y ella siempre llegaba al final con un
brillo en los ojos y una expresión dulce y conmovida. «Aún me parece verlo
alejarse aquella mañana entre la gente –decía medio siglo después–. Ni siquiera
era guapo. Tenía el cuello de la camisa rozado, el traje lleno de arrugas y las
uñas tal vez demasiado largas. Pero nunca en mi vida vi tan perfecto
caballero».
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