Eduardo Galeano: "No importa de dónde venga la historia, la escribo si me pica la mano". |
El hombre que sueña prodigios tiene sueños
insignificantes en la cama. Pero su mujer entra en la noche como en el cine, y
a primera hora, mientras desayunan café con leche y jugos y frutas, Helena lo
humilla contándole las peripecias que ha vivido con los ojos cerrados. La
compañera de Galeano soñó una vez que los dos hacían una larga cola, en un
aeropuerto irreconocible, y que todos los pasajeros llevaban sus almohadas bajo
el brazo.
Había una máquina que escaneaba las almohadas para descubrir si los
ciudadanos habían tenido sueños peligrosos. Eduardo y Helena permanecían en esa
fila esperando su turno, temiendo que la detectora de sueños incorrectos
hiciera sonar su chicharra y ellos tuvieran que pagar de algún modo por esos
pecados nocturnos. Eduardo, por supuesto, anota esos cuentos; ella sueña obras
maestras.
Desde hace mucho tiempo, Galeano y su mujer han
decidido eliminar de su dieta diaria el almuerzo. Les cortaba el día, y el
escritor se sentía embotado: parecía una boa que se había comido una vaca, y
entonces vagaba por las horas arrastrando los pies, hecho un zombi. Es por eso
que en su casa de Malvín se desayuna de manera opípara y se cena fuerte y
caliente. En el medio, sólo algunos bocadillos, ciertos cafés al paso y poco
más. Pero ese desayuno es uno de los grandes momentos de dicha, no sólo porque
Helena narra sus sueños de Paramount, sino también porque ella posee una
voracidad sin límites por las noticias. Galeano es inmune al diario, y apenas
utiliza la televisión para ver fútbol. Pero Helena es diarómana y radiómana,
está hiperinformada, y le gusta leerle a su marido notas que le producen
alegría o indignación, y contarle cosas que ha escuchado en la radio o que ha
visto en la pantalla. Desayunando con los Galeano es
un programa abierto al mundo.
Luego el escritor comienza su trabajo. Que no tiene
horarios ni rutinas fijas. Escribe sólo cuando le pica la mano. Es la mano la
que decide, él no le puede dar órdenes. Esa extraña debilidad proviene de un
día remoto, en un bar cubano, cuando Galeano apreciaba las maravillas que un
negro genial le sacaba a su tambor. Eduardo se le acercó en un momento de la
velada y le preguntó cuál era su secreto. El negro le respondió: “Yo sólo toco
cuando me pica la mano”. Se sintió representado Galeano por ese capricho
artístico. Si no escribe con esa “picazón”, todo lo que surge es un poco
ortopédico. Si se obliga no sale nada verdadero, porque es a contracorazón. En
cambio, cuando le pica la mano todo fluye.
Su método es absolutamente original. Para que las
ideas y las historias no se las lleve el viento, escribe en una libretita de
dos centímetros por tres. Una miniatura que pesa como una pluma y entra en un
puño cerrado: allí Galeano garabatea escrupulosamente citas, referencias,
ocurrencias, datos y oraciones. Esas miniaturas sólo se consiguen en Florencia
y en Venecia, aunque últimamente una lectora argentina las está fabricando
especialmente para su héroe literario. La levedad de esas libretas pigmeas le
permite a Eduardo cargarlas en un bolsillo del pantalón y perderlas con cierta
facilidad. Abriendo al azar una de ellas hay en una hoja diminuta, escrita con
letra precisa pero pequeña, un consejo que Maradona le dio a Messi hace dos
años. Diego se refería al arte de los tiros libres. Le decía a Lionel: “No le
saqués tan rápido el pie a la pelota porque así ella no sabe lo que vos
querés”. Una recomendación metafísica.
Más adelante, en la misma libreta, Galeano anota
una frase de su nieta de cinco años. Se llama Lila y resume en esa corta línea
el gran problema existencial del hombre moderno. Dice Lila, anota su abuelo:
“Yo siempre quiero estar donde no estoy”.
Galeano es un recolector, busca todo el tiempo en
la vida y en los libros mariposas milagrosas, pretende lo imposible: que el gas
de la creatividad humana no se ventee, que en su red queden atrapadas las
pepitas de oro de la memoria del hombre, que no se pierdan en el río caudaloso
de la existencia las enseñanzas del mundo y la memoria. Es una tarea agotadora,
incesante, de algún modo enciclopédica, y es por eso que sus libros son un
libro único y siempre distinto, una larga miscelánea, una serie de cajones de
objetos preciosos que se enhebran de un modo enigmático.
Eduardo recorta diarios, subraya libros, navega por
Internet. Puede pasarse diez horas en una biblioteca. Cuenta con una red de
amigos que le acercan diamantes literarios. También compra volúmenes usados en
la feria de Tristán Narvaja, ese fabuloso mercado de pulgas donde se pueden
encontrar desde incunables hasta dentaduras.
Muchas veces busca, pero muchas más encuentra
involuntariamente perlas de la vida. Como cuando descubrió en un documento de
1912 un suceso desconocido de 1701. Lo rescató y allí está impreso en el
segundo volumen de su obra crucial Memoria del fuego.
Dice textualmente: “Los indios chiriguanos, del pueblo guaraní, navegaron el
río Pilcomayo, hace años o siglos, y llegaron hasta la frontera del imperio de
los incas. Aquí se quedaron, ante las primeras alturas de los Andes, en espera
de la tierra sin mal y sin muerte. Aquí cantan y bailan los perseguidores del
paraíso. Los chiriguanos no conocían el papel. Descubren el papel, la palabra
impresa, cuando los frailes franciscanos de Chuquisaca aparecen en esta
comarca, después de mucho andar, trayendo libros sagrados en las alforjas. Como
no conocían el papel, ni sabían que lo necesitaban, los indios no tenían
ninguna palabra para llamarlo. Hoy le ponen por nombre piel de Dios, porque el
papel sirve para enviar mensajes a los amigos que están lejos”.
A Eduardo le da mucho placer escribir, y también
mucho trabajo. Tiene un sillón cómodo en casa donde traslada las anotaciones de
sus libretas a cuadernos. Usa dos lapiceras, una roja y otra negra. Y después
de mucha resistencia, añadió últimamente una computadora para la versión final.
Puede pasarse una mañana entera con una frase. Guarda siempre sus cuadernos
porque la tinta negra muestra la primera intención, y la roja las correcciones
y los agregados. Esos cuadernos son como mapas de la búsqueda del tesoro. El
tesoro es la palabra escondida. La palabra exacta.
Más tarde Galeano sale de casa y se dirige al
centro o a Carrasco. Camina tres horas. Y ese ejercicio le resulta fundamental.
Se considera, ante todo, un caminante. Dice que mientras camina las palabras le
caminan por dentro. Que es un caminante caminado. Y que tiene suerte de vivir
en Montevideo, porque eso le ahorra una fortuna en psicoanálisis. Galeano
camina escribiendo, se detiene de tanto en tanto, anota algo en su libreta, y
sigue a paso vivo. La gente lo saluda pero no lo molesta. Sabe o intuye que ese
tipo anda metido en sus cosas y que tal vez esté un poco loco. Todos los
artistas verdaderos lo están.
En algún punto de esa caminata el cazador de
palabras recala, indefectiblemente, en el Café Brasilero, su segundo hogar. Ese
templo es ya una leyenda literaria de Iberoamérica. Eduardo Galeano
prácticamente no tuvo educación formal: sólo hizo la primaria y un año de la
secundaria. Se formó en los cafés de Montevideo, donde escuchaba a los grandes
narradores orales. Esos narradores contaban mentiras que decían la verdad.
Galeano las atesoraba y fue así como escuchando aprendió a decir. Antes había
tiempo para perder el tiempo. La vida moderna mató el arte de la conversación,
que ya no es rentable para los bares ni para los seres humanos.
El autodidacta se ha convertido en uno de los
escritores más populares de América Latina. Y además, viaja muy seguido a
España, Italia y Francia, donde sus libros son un fenómeno editorial. También
enseña en universidades norteamericanas. “¿Cómo puede ser que un progresista,
un antiimperialista visceral, tenga tanto éxito en Estados Unidos?”, se
preguntan despectivamente algunos de sus críticos de izquierda y de derecha.
Eso le hace mucha gracia a Galeano, que cita a Ambrose Bierce: “Quien no tiene
enemigos no merece tener amigos”. Pero lo cierto es que tardó mucho en poder
entrar en el gran país del norte. Y admite que él mismo tuvo la culpa, puesto
que cuando rondaba los 17 años pidió la visa y le dieron un formulario para llenar.
Galeano creyó sinceramente que se trataba de un test de inteligencia. A la
pregunta “¿Se propone asesinar al presidente de Estados Unidos?”, el
adolescente respondió: “Sí”. Eso lo dejó fuera del turismo y de los ambientes
académicos estadounidenses, donde ahora está tan a gusto.
De regreso de cualquiera de esos viajes, lo espera
la ceremonia del Brasilero, donde lee, escribe y se reencuentra con amigos.
Galeano cultiva la amistad con ignotos y famosos. Es amigo desde hace muchos
años de Serrat. Hace unos años, Eduardo le dijo a Joan: “Vos no podés seguir
así, lo tuyo es grave. Vos no conocés el fainá”. Esa delicia es femenina en
Buenos Aires y masculina en Montevideo. Pero hay pocos lugares en el mundo
donde no se la conoce. En Italia, de donde proviene, casi nadie sabe de su
existencia, salvo quizás en algunos lugares de Génova. Serrat seguía igualmente
remiso; a Galeano el asunto le parecía de extrema urgencia. Lo llevó hasta el
bar Los Olímpicos, otro santuario popular de la gastronomía, y la aparición de
semejante celebridad armó un gran revuelo entre los parroquianos. El fainá era
lo que Galeano más extrañaba en sus exilios. Pero Joan Manuel parecía
inapetente. Hasta que comenzó a comer y a comer, y entonces no podía parar.
Helena es una excelente cocinera. Espera a su
compañero al regreso de cada extenuante caminata con la cena prometida y con
vino. Se conocieron en 1976. Ella es tucumana y estudió abogacía, aunque nunca
ejerce. Escapando de las dictaduras militares, marcharon juntos al exilio. En
Brasil los recibieron Tom Jobim y Chico Buarque. Pero no había muchas
oportunidades laborales y siguieron viaje hacia Berlín; después se afincaron en
España. Y regresaron a Montevideo en 1985. Helena es editora en jefa de su
obra, podría figurar tranquilamente como coautora. Libra batallas homéricas por
la prosa de Galeano. “Nos peleamos por las palabras —admite—. Ella viene con el
hacha y yo me resisto.” Una vez Onetti le dijo a Eduardo: “Las únicas palabras
que merecen existir son las palabras mejores que el silencio”. Para darle
prestigio a esa frase, Onetti mentía que era un proverbio chino. Sin embargo,
al final de las pulseadas que el hombre y la mujer tienen por un adjetivo o por
una oración entera, Galeano se pregunta: “¿Esto es mejor que el silencio?”. No.
Y entonces lo elimina. El último libro, Los hijos de los días,
fue escrito once veces, buscando un estilo cada vez más concentrado. Cortar,
cortar y cortar. Rulfo supo también ser su amigo y hacerle cariñosas
recomendaciones: “¿Ves, Eduardo? —le dijo un día señalándole un lápiz de dos
extremos utilitarios—. Mira bien. No se escribe con esto (la punta) sino con
esto (la goma de borrar)”. Y es por eso que al final, Eduardo siempre le da la
razón a Helena.
Juntos lidiaron con esta nueva antología de
sensibilidades. Les ordenó el caos y a la vez les impuso una cárcel, la
estructura elegida: el calendario de un año completo. De cada día nace un
texto, porque estamos hechos de átomos pero también de historias, dice el
cazador de palabras. De nuevo es un arcón de joyas inesperadas y exquisitas. El
21 de junio, Galeano escribe “todos somos tú”, algo que traía la corriente y
que su tamiz no dejó pasar de largo. “En el año 2001, resultó sorprendente el
partido de fútbol entre Treviso y Génova. Un jugador del Treviso, Akeem
Omolade, africano de Nigeria, recibía frecuentes silbidos y rugidos burlones y
cantitos racistas en los estadios italianos. Pero en el día de hoy, hubo
silencio. Los otros diez jugadores del Treviso jugaron el partido con las caras
pintadas de negro”.
El fútbol es una cultura, un universo vibrante que
atraviesa la existencia y la literatura de Galeano. Parece extraño pensar que
Eduardo se llegaba a pelear a trompadas en la cancha y que ahora ese mismo
hombre, sin dejar de hinchar por el Nacional, es capaz de relativizar las
camisetas y los colores y las identidades simplemente para gozar del buen
juego, de esa magnífica danza con pelota. Se liberó del fanatismo, pero ahora
es fanático de la estética. Y está seguro de que los hinchas furiosos no
disfrutan del fútbol. Galeano disfruta muchísimo de “esa fiesta de las piernas
que juegan y de los ojos que ven”, y está muy atento siempre a sus relatores. A
los ideólogos del fútbol. Acaba de anotar en su libretita la frase de uno de
ellos, que elogia a un gran ejecutor de pelota parada: “Es un erudito en la
definición”.
El cazador es un erudito de la fluidez. Busca que
sus libros tengan un arroyo subterráneo que lleve al lector de los prolegómenos
a los epílogos. Un arroyo secreto. Se sirve de su larga experiencia, y mezcla
en todo eso sus distintas vocaciones y oficios. Galeano es periodista y lector,
pero también de algún modo historiador, memoralista y antropólogo a la hora de
escribir. En Los hijos de los días hay muy
poca ficción. La realidad contiene muchas realidades, pero sin la imaginación
de Galeano no podría contarse. Sin esa imaginación que se afila caminando no se
podría traducir la realidad. Es por eso que narra, no con el cartesianismo del
ensayo, sino con la imaginación de la novela. Pero no inventa nada. Se aferra
siempre a la realidad real, esa dama demente y cambiante y resbalosa.
Aunque su tarea, como se dijo, parece infinita, y
sus libros son apenas capítulos de un libro mayor, Galeano se deprime al
terminar. Siente los mismos síntomas de puerperio que cualquier novelista. A
continuación, entra en pánico. Se acabó todo. No podré volver a escribir. Pero
luego de esos malos presagios, un día de repente la realidad toca a la puerta.
Y él la reconoce de inmediato y todo recomienza.
Si cualquiera le preguntara, a lo largo del día, de
qué trata profundamente su obra, Galeano aceptaría de manera cortés que es la
extensa autobiografía de un lector y de un recolector de signos. El intento del
corazón por recuperar los fulgores del arcoíris terrestre. “Que es mejor que el
celeste, tan mutilado por el machismo, el racismo, el militarismo y el
oscurantismo —advierte—. Los seres humanos somos mucho mejor de lo que nos
contaron que fuimos.”
Pudo haber sido un escritor de Montevideo, pero
avanzó hacia América Latina. Y después se abrió al mundo. “Las fronteras del
mapa y del tiempo —dice— son enemigas de la libertad creativa. No importa de
dónde venga la historia, la escribo si me pica la mano.”
Luego de cenar y cambiar risas e informaciones, los
Galeano salen a caminar otro rato y a hacer la digestión. Caminan en la noche
mientras las ideas les caminan por dentro. Caminantes caminados que van rumbo a
la cama y al sueño. A veces leen un poco antes de dormirse. Y se duermen al
final sobre sus almohadas de sueños incorrectos.
(*) Un día
en la vida de Galeano es un texto del escritor argentino Jorge
Fernández Díaz publicado dentro de Te
amaré locamente, un libro de apuntes sobre la seducción, la
vejez, el barrio, el crimen y los dioses, héroes y villanos.
© Zenda – Autores, libros y compañía / Agensur.info
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