Por Javier Marías |
Mateu va acercando su llama peligrosamente al lienzo.
Ranz descuelga un extintor de la pared y lo sujeta oculto a su espalda,
considerable peso. Como cualquier movimiento en falso puede dar al traste
rápidamente con la obra maestra de 1634, se aproxima con cautela e intenta
distraer a Mateu, que lleva veinticinco años en el museo. “¿Qué hay, Mateu?
¿Viendo mejor el cuadro?”, le pregunta con calma. “No, estoy pensando en
quemarlo”, responde éste desapasionadamente. “Pero, hombre, ¿tan poco le
gusta?” Contesta el guardián: “No me gusta esa gorda con perlas, estoy harto.
Parece más guapa la criadita que le sirve la copa, pero no hay manera de verle
bien la cara”. El cuadro muestra a tres mujeres, a Sofonisba iluminada y de
frente (que en efecto es gruesa y luce perlas), a la criadita joven de
espaldas, que le ofrece una copa quizá con veneno (según sea Artemisa o
Sofonisba), y a una vieja en sombras. “Ya”, dice Ranz, “fue pintado así, claro,
la gorda de frente y la sirvienta de espaldas”, a lo que Mateu responde,
cargándose de razón: “Eso es lo malo, que fue pintado así para siempre, y ahora
nos quedamos sin saber lo que pasa; no hay forma de verle la cara a la chica ni
de saber qué pinta la vieja del fondo, lo único que se ve es a la gorda con sus
dos collares que no acaba nunca de coger la copa. A ver si se la bebe de una
puta vez y puedo ver a la chica si se da la vuelta”. Ranz le razona: “Pero
comprenda que eso no es posible, Mateu, las tres están pintadas, ¿no lo ve
usted?, pintadas. Usted ha visto mucho cine, esto no es una película. Comprenda
que no hay manera de verlas de otro modo, esto es un cuadro. Un cuadro”. “Por
eso me lo cargo”, reitera Mateu con gran fastidio.
No contaré el
desenlace, no vayan a acusarme de destripar, pese a los veintiséis años
transcurridos desde que se publicó este episodio. Lo cierto es que no he podido
por menos de acordarme de él al ver la reciente
película Loving Vincent, de Dorota Kubiela y Hugh
Welchman. En ella sucede justamente lo que anhelaba el guardián Mateu: los muy
famosos cuadros de Van Gogh, sus paisajes, sus retratos, cobran vida, se
independizan y continúan. Las personas que pintó, el jefe de correos Roulin, su
hijo Armand, el Père Tanguy, el célebre Doctor Gachet, su hermano Theo,
Marguerite Roulin a la que inmortalizó tocando el piano, el gendarme, el zuavo,
el barquero, todos hablan y se mueven y se los ve desde diferentes ángulos. Los
cuervos sobrevuelan los campos de paja, el tren avanza por el puente que
atraviesa el río, las farolas y las estrellas titilan, la tormenta se abre paso
y se arremolina. Si mal no he entendido, cada escena se rodó con actores
(destaca el excelente Jerome Flynn, de Juego de tronos) y después cada
fotograma (más de 65.000) fue pintado a mano “a la Van Gogh”. El efecto es
sorprendente y sin duda grato de contemplar. Los movimientos de los personajes
son pastosos y espasmódicos como sus pinceladas, las perspectivas
distorsionadas como las de sus cuadros, pero bien reconocibles; los colores son
fieles, sobre todo los amarillos (los de los campos, el de la chaqueta de
Armand Roulin). El parecido de los actores con sus modelos pictóricos resulta
extraordinario (salvo Van Gogh), aunque eso tal vez no sea lo más difícil, la
pincelada posterior puede cambiarlos a gusto.
El problema es que
lo que la película cuenta (una mínima indagación sobre el suicidio del pintor,
con insinuaciones muy débiles de que pudiera haber sido asesinado) carece de
interés. Quizá eso es lo que nos ocurriría las más de las veces si los
instantes de los cuadros tuvieran un antes y un después; si fuera posible
complacer al Mateu que todos albergamos. Hasta hace no muchos años, bastantes
espectadores de pintura sabían ese antes y ese después, cuando se trataba de
escenas bíblicas o mitológicas griegas. Reconocían el momento que el artista
había decidido aislar y detener en el tiempo, estaban familiarizados con el
relato del que estaba sacado. Ahora demasiados no tienen ni idea de nada, y no
es raro que un estudiante de Historia del Arte identifique a un Cristo
simplemente como “hombre crucificado”. Y cuando las escenas son inventadas, o
costumbristas, o retratos, quizá lo que nos fascina y debe fascinarnos es su
falta de referentes y de antecedentes, de antes y después, de historia. “Esto
es un cuadro”, le decía Ranz a Mateu en aquel viejo episodio. Hay pinturas ante
las que quisiéramos ver más de lo que se nos enseña: el rostro de alguien que
estará de espaldas hasta la eternidad, para entendernos. Pero esa extraña y a
ratos hipnótica película, Loving Vincent, nos muestra por qué un pintor debe
ser sólo un pintor, jamás un novelista ni un cineasta. La pintura no es
narrativa, sino acaso lo contrario: tiempo sin transcurso, elegido y congelado.
© El País Semanal
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