Por Javier Marías |
A veces fue así, sin duda: en
España es conocido que María
Lejárraga hacía de “negra” de su marido, el dramaturgo Martínez
Sierra, si bien éste nunca fue notable, la verdad. Pero toda fabulación es
admisible, sobre todo en la ficción, y así, nada hay que oponer a que se
presente a Zenobia
Camprubí como la fautora de los versos de Juan Ramón Jiménez, a Alma
Reville como el genio tras las películas de Hitchcock, a una joven como fuente
de las imágenes de Shakespeare, a Gala como
poseedora del talento de Dalí (yo a éste no le veo ninguno,
pero en fin), a la copista de Beethoven como alma de su Novena, y así hasta el
infinito. Que por ilusión no quede, todo puede ser.
Pero en los últimos
tiempos se ha dado un paso más. La operación consiste no ya en atribuirles
o restituirles
los méritos a las mujeres que quedaron en sombra, sino en presentar
a todo varón notable como a un redomado imbécil. Es en el cine donde esto se
percibe mejor. Hará un lustro le tocó el turno a Hitchcock, creo que algo
escribí ya en su día, discúlpenme. Hubo al menos dos películas sobre él. En una
lo encarnaba el gnómico actor Toby Jones (que ya había hecho de Truman Capote)
y en la otra Anthony Hopkins en una de las peores interpretaciones de su muy
decadente carrera. Por supuesto su mujer, Alma Reville, aparecía como la lista
y sabia de la pareja, pero eso es lo de menos. Sin duda trabajaron juntos. Lo
llamativo es que en esos retratos Hitchcock no sólo era un sádico, un
histérico, un déspota, un engreído y un acosador, sino un completo idiota. Tal
vez fuera todo lo anterior, pero idiota es seguro que no. Basta con leer su
célebre libro de conversaciones con Truffaut para comprobar que sabía lo que se
hacía, y por qué, en mayor medida que casi ningún otro artista. Hopkins lo
representaba, en cambio, como si hubiera sido deficiente, y ni siquiera imitaba
bien su forma de hablar.
Ahora le ha tocado a Churchill, al que en poco tiempo he visto deformado
en tres ocasiones. En la serie The Crown, le daba
caricatura John Lithgow,
que no se parece nada al Premier británico y lo hacía fatal, en vista de lo
cual fue elogiado y premiado. En la película Churchill, el actor
era Brian Cox, que tampoco se parece nada y ofrecía escenas grotescas sin
parar. (La abandoné tras ver a Churchill arrodillado a los pies de su cama y
rogándole histriónicamente a Dios unos cuantos disparates.) En El instante más oscuro, la tarea se había encomendado a
Gary Oldman, que merece ser ahorcado —metafóricamente, todo hay que advertirlo—
y en cambio se llevó el Óscar de este año. Como aún se parece menos a
Churchill, le colocaron prótesis y maquillaje a raudales, y el resultado es una
fofa figura de cera que recuerda más a Umbral (esos labios finos y cuasi
paralíticos, esas gafas) que al pobre Sir Winston. Pero, más allá de eso, en
las tres versiones Churchill resulta ser un memo integral. Su mujer,
Lady Clementine, es más inteligente, pero eso nada tiene de
particular y acaso fuera verdad. Por supuesto es un borracho constante, un
grosero, un iracundo, un balbuciente, un confuso, un dementoide, alguien que se
equivoca en casi todo, otro histérico feroz. Yo no conocí a Churchill, claro
está, pero he oído sus discursos, lo he visto en imágenes, lo he leído e
incluso seleccioné y traduje un excelente relato suyo de miedo en mi antología
Cuentos únicos. De la bonhomía irónica de su expresión no queda rastro. Tampoco
de su contrastado ingenio (y puede que fuera la persona más ingeniosa de su
tiempo). De su magnífica oratoria, poco, o la estropean. De su visión política
y bélica, más bien nada. Ya he dicho: un bobo insoportable y zafio.
Mi impresión es
que, una de dos: o hay una campaña antiChurchill en su país (váyase a saber por
qué), o todo esto responde a la necesidad de nuestro siglo de no admirar nunca
a nadie. No se trata ya de las vetustas “desmitificaciones” de moda en los años
setenta, sino de convertir en mamarrachos a cuantos llevaron a cabo algo
sobresaliente. Es como si nuestra época se hubiera contagiado del mal humor y
el resentimiento, presentes y retrospectivos, que dominan las redes sociales.
Nadie ha sido nunca digno de respeto, y aún menos de admiración. Todo el mundo
ha sido un farsante y el genio no existe ni ha existido jamás. Así que ya no
basta con “descubrir” que tal individuo insigne fue un
racista, el otro un imperialista, el otro un adúltero sexista,
tiránico el de más allá. No, es que todos eran unos cretinos sin excepción. Es
como si la sociedad actual no soportara su propia atonía o inanidad general y,
para consolarse, tuviera que negarles el talento, la perspicacia, el valor, a
todo bicho viviente y a todo predecesor bien muerto. Siempre he estado
convencido de que la incapacidad de admirar (o sólo aquello que se sabe que es
malo y que por lo tanto “no amenaza” de verdad) es lo que más delata a los
acomplejados y a los mediocres. Suyo es, por desgracia, el reino en el que
vivimos hoy.
© El País Semanal
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