Por Jorge Fernández Díaz |
La mayoría huye entonces de la realidad, de las noticias y de la
temática política hacia la analgésica ficción de los culebrones y las series, y
hacia las últimas contiendas de Moscú y de Wimbledon. Unos por preservación
psicológica y otros por miedo y desencanto. Algunos encajan incluso en lo que
Borges decía de Herbert Quain: están "aclimatados en el fracaso";
sostienen por lo tanto lo contrario del aforismo duhaldista (aquí estamos
condenados a la derrota) y últimamente lograron, como el paranoico frente al
descubrimiento de una conspiración verdadera, que la economía les confirme su
derrotismo de estaño. A todo este paisaje se suman, por supuesto, los que
acercan la antorcha al polvorín y van a misa callejera y mediática sedientos de
catástrofe, puesto que solo esta desgracia colectiva podría reivindicarlos
histórica, política y judicialmente de su negligencia, su fanatismo y su
venalidad. También me atrevo a parafrasear a Bismarck: la Argentina es la
nación más fuerte del mundo, puesto que los argentinos llevan dos siglos
intentando destruirla y no lo han conseguido.
En este océano borrascoso, un gobierno republicano sin
mayorías, con un barco averiado y rodeado de monstruos marinos, debe realizar
su tarea homérica. Que consiste en atarse una mano y fajarse con el cíclope
(renunciar a los aprietes oscuros con que gobernaba el peronismo y aun así
domar a las bestias del mercado), encadenarse al mástil y desoír el canto de
las sirenas (no dejarse seducir por el facilísimo y las anomalías), negociar
con enemigos que le desean secretamente el mal (gobernadores y legisladores que
irán a las urnas y necesitarán doblegarlo en unos pocos meses) y regresar sano
y salvo a casa sin que la tropa se le amotine ni el pueblo lo queme en la
hoguera (mantener unida la coalición, ganar las elecciones y evitar la idea de
que fueron un breve paréntesis en el largo monólogo del partido único). Ese
regreso tentativo tiene, a su vez, una dificultad operativa: debe regenerar
confianza y nuevas expectativas después de haberlas defraudado. Una porción de
la sociedad sabe que esa decepción, después de un corto pero considerable
repunte durante la tan denostada era del gradualismo, se debió en gran parte al
tremendo pagadiós que nos legó la arquitecta egipcia; a una mezcla de castigo
bíblico (sequía), cataclismos externos (suba de tasas, aumento del precio del
petróleo y baja de la soja, guerra comercial entre colosos), y a las malas
praxis propia (gestión macrista) y ajena (preguntar al kirchnerismo por las
desprolijidades del affaire YPF). Pero mucha gente despolitizada no entiende
estos detalles gruesos, o los tramita con una versión todavía callada, aunque
latente del funesto "que se vayan todos". ¿Cómo reconstruye Cambiemos
la idea de que los sacrificios valen de nuevo la pena, dado que supuestamente
en el futuro nos espera a todos el progreso?
Flotan dos respuestas posibles ante este enigma. La primera
es de índole macroeconómica y política; la segunda, dialéctica y cultural. La
cantidad de dinero, la rapidez del acuerdo con el Fondo y sus condiciones
técnicas (relativamente suaves si las comparamos con otros países y con otros
tiempos) solo pueden explicarse con el valor estratégico que para las
democracias del hemisferio norte significa esta emblemática nación
latinoamericana. Que no debe retroceder al populismo. El recorte es difícil y
amargo, pero se lo debe poner en contexto: el Gobierno ya bajó este año 200.000
millones en el rubro "gasto público" (150.000 en términos de déficit fiscal),
y lo hizo mientras la economía y las inversiones crecían, guarismos que ahora
se echarán de menos. Es cierto que el inminente esfuerzo duplica estos números,
y que el ajuste es como la dieta calórica: resulta más fácil bajar de peso al
principio que en la segunda o tercera fase del régimen; se comienza por la
grasa y luego se roza el músculo. Pero aquí se nota una cierta dualidad entre
alarma y relativización. Por un lado, las restricciones son fuertes, pero por
otro no son incumplibles ni titánicas. Por momentos, pareciera que el
oficialismo dramatiza para concientizar sobre una crisis mayor y para negociar
desde posiciones un poco más cómodas con la oposición institucional. Acto
seguido, busca desdramatizar esa operación para no sumar pánico social ni contraer
aún más el consumo y las changas. Dos convicciones animan a la mesa chica: la
recesión será corta y se abre un período de intensas conversaciones por el
presupuesto donde casi nada está descartado, pero donde resulta mal negocio
precipitarse y adelantar lo que no se quiere ceder, aunque quizás al final deba
cederse por imperio de las circunstancias. No parecen inspirarlos la ideología,
sino las tácticas del póquer.
La desesperante corrida cambiaria y la megadevaluación son
crueles y reales, sobre todo en el conurbano de la informalidad, pero existe
igualmente la falsa percepción de una hecatombe generalizada. En verdad, el PBI
cayó en 2009 un 6% y volvió a caer un 2,4% en 2014, temporada en que la
inflación orilló el 37%. En 2018, la economía crecerá a pesar de la crisis y
arañará el 1%, y la tasa inflacionaria, en el peor escenario posible, no
superará este año el 30%. Esta comparación, que no exculpa ni atenúa el
presente, nos mete sin embargo en el terreno de las subjetividades políticas y
culturales: ¿relato amortigua recesión? ¿La épica permite capear el temporal,
construir un sentido y trazar un horizonte? Habría que releer urgentemente las
últimas biografías de Churchill. Tal vez Macri no comprenda la diferencia entre
cuentista y cuentero. Entre la fiction,
género de la invención completa que el kirchnerismo practicó con tanto éxito
para hartazgo de la población, y la non-fiction,
crónica de la realidad pura pero narrada con emocionalidad, suspenso,
persuasión realista y, en ocasiones, hasta con rasgos de epopeya. El Gobierno
perdió su tensión narrativa. Es por ahora incapaz de convocar una ilusión y,
contra la pared, quizás incluso no pueda recordar con precisión para qué fue
votado. Carl Jung dijo alguna vez: "Nosotros no vivimos nuestra biografía,
encarnamos un mito". Si eso es verdad, se trata en este caso del mito
republicano del país normal: Cambiemos será severamente juzgado como
instrumento de ese propósito que le encargaron millones de argentinos.
Cristina Kirchner y Mauricio Macri, tan opuestos en tantos
asuntos, comparten no obstante una característica común: la resiliencia. Esa
capacidad para superar los peores momentos, salir adelante y dar vuelta un
partido. También la coalición gobernante demostró resiliencia al resistir la
tentación de balcanizarse por el ego o por la falta de temple frente a la
adversidad de la crisis, como ocurrió trágicamente en el pasado. Stevenson
decía que la vida no era cuestión de tener buenas cartas, sino de jugar bien
con una mano pobre. Y Hemingway iba más allá: el mundo nos rompe a todos, y
después, algunos son fuertes en los lugares rotos.
© La Nación
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